sábado, 3 de octubre de 2015

capitulo 24 y 25




Las piedras del camino 

 Tras la llamada, casi media hora después, un coche negro apareció frente a su banco y subió en el asiento del copiloto sin mediar palabra. Se colocó bien el cinturón de seguridad y, una vez hubo revisado dos veces el enganche, se dignó mirar al conductor. 

  —¿Qué es exactamente lo que ha pasado? —preguntó Vico, mientras conducía calle abajo y terminaba dirigiéndose hacia la avenida principal.   

Peter resopló molesto. 

Ahora no sabía si había sido una buena idea llamarle. Pero la noche del cumpleaños de Nico advirtió que Lali le tenía bastante cariño al Chico Arma, ya que no dejaba de defenderle. Y teniendo en cuenta que era, al parecer, la única persona mínimamente inteligente de todas cuantas había conocido durante aquellos días… acudir a él había sido su única opción.   

Pese a sentirse ligeramente culpable, le había molestado la reacción de Lali. ¿Por qué había salido corriendo? ¡A ella no la había engañado, así que no le parecía justo que se comportase así! Después del descarado abandono, no se sentía con fuerzas para regresar y presentarse en la casa de los Esposito. Todavía le quedaba algo de orgullo.  

 —Hemos hablado de mi pasado —le confesó, hablando en voz baja—. Solo le he contado que engañé con otra a mi primera novia. Y se ha enfadado.

   —¿Ha gritado mucho? —Vico le miró de reojo, sin dejar de conducir.   

—No, nada —suspiró—. Lo único que me ha dicho ha sido: «¿Quién demonios eres, Peter?» —repitió con retintín, intentando imitar la voz de Lali.

   —Entiendo. Eso significa que el cabreo es grande.

   —Ah —exclamó sorprendido—. ¿Lali tiene un lenguaje especial respecto a sus enfados? Me ayudaría mucho aprendérmelo de memoria, la verdad.   

Vico rió ante sus palabras.

   —No exactamente. —Chasqueó los dedos—. Pero esas cosas se saben con el paso del tiempo, cuando conoces a una persona.   

Vico aparcó el coche frente a una acogedora cafetería y poco después ambos entraron en ella. Se acomodaron en la mesa que Peter eligió —tras evaluar detenidamente la suciedad camuflada en su superficie— y pidió un zumo de naranja natural, contrariamente a Vico, que optó por un buen tazón de café con leche.

   —Vale, a ver si consigo aclararme. —El Chico Arma se llevó las manos a la frente, apartándose algunos mechones de pelo—. Todo iba perfecto, hasta que le has confesado que tiempo atrás engañaste a una chica, ¿cierto?

   Peter asintió con la cabeza.

   —Deberías haber supuesto que Lali, en realidad, es bastante… inocente. No sé si sabes a qué me refiero.

   —Sí.

   Ladeó la cabeza y observó la ropa de su compañero. No le gustaba la calavera que colgaba de su cuello ni tampoco aquella gabardina negra y larga que le recordaba a la capa de La Muerte. Continuaba pintándose los ojos, y Peter se preguntaba si las profundas ojeras eran naturales o también fruto de un estrafalario maquillaje.   

—¿Tú quieres estar con ella?

   La cuestión le pilló desprevenido. Alzó la cabeza y miró fijamente a Vico, algo confuso. Habría sido más fácil charlar sobre lo ocurrido en la feria que enfrentarse a esa peligrosa pregunta. Porque él no quería pensar en ello. Claro, se sentía bien a su lado. Demasiado bien, incluso. Pero ¿qué ocurriría cuando tuviese que regresar a Londres?, ¿qué pasaría con ellos? Quizá ya era tarde para reflexionar sobre todo aquello. Peter no había advertido exactamente en qué momento sus sentimientos hacia Lali cambiaron. Probablemente porque se trató de un proceso lento y progresivo, casi imperceptible hasta para él mismo.

   —Sí.

   —Vale —Vico sonrió—, esa era la respuesta que estaba esperando.

   —Y ahora, ¿qué? —insistió—, ¿qué se supone que debo hacer?   Vico se encogió de hombros, sin dejar de sonreír.

   —Tú sabrás. No es asunto mío.

   Peter parpadeó en exceso, molesto.

   —¿Para qué demonios me molesto en llamarte si ni siquiera me ayudas?

   —Quizá a veces sea bueno tener un poco de compañía —contestó Vico, ahora más serio.

   —No necesito compañía, no necesito a nadie, ¿entiendes? —Le señaló con un dedo acusador, cabreado sin saber muy bien por qué—. Puedo valerme por mí mismo, siempre lo he hecho.

   —Entonces, ¿por qué has acudido a mí? 

Peter frunció los labios, y un tenso silencio se instaló entre ellos.  Vico le miró con cariño, tras darle tranquilamente un sorbo a su café con leche.

   —¿Necesitas un lugar donde pasar la noche? Puedes quedarte en mi casa, si quieres —le ofreció.

   Peter respiró hondo, recobrando la compostura y calmándose de nuevo. En realidad no tenía ninguna razón para enfadarse con Vico. Bastante había hecho el Chico Arma acudiendo a su encuentro aun cuando apenas le conocía. 

  —No, pero te agradecería que me llevaras a casa de Lali.

   —Eso está hecho.

   Terminaron de tomarse sus bebidas mientras charlaban sobre temas que nada tenían que ver con la joven que se apoderaba de la mente de Peter. Hablaron sobre el cambio climático, sobre asuntos de política, y luego Vico contó dos chistes que sorprendentemente, le hicieron reír. Más tarde, y cuando Peter se hubo sentido algo más seguro, él le llevó a casa y paró el coche frente al hogar de los Espositos. El inglés se quitó el cinturón de seguridad.

   —Espero que todo vaya bien —le dijo Vico.

   —Yo también. —Le sonrió tímidamente—. Y… gracias.

   Salió rápidamente del vehículo y cerró la puerta con brusquedad internándose en el caminito que conducía a la entrada. Tomó aire cuando el coche de Vico desapareció de su vista. ¿Qué le estaba pasando? Aquello era muy fuerte. Él nunca decía esa palabra… maldita. La palabra «Gracias» había sido desterrada de su vocabulario y, si alguna vez hacía uso de ella, ocurría sin que se diese cuenta, por pura costumbre. Pero en esa ocasión había sido consciente de ello mientras la pronunciaba, mientras la palpaba entre sus labios… Oh, sí, definitivamente se estaba volviendo loco. Sintió unas ganas tremendas de golpearse la cabeza contra los ladrillos de la pared de la casa, pero no lo hizo; estaba ocupado llamando al timbre a la espera de que alguien le abriera. Si es que pensaban hacerlo, claro.

   Lalu se sonó los mocos y dejó el papel doblado sobre la mesita junto al sofá. Después, tambaleándose, se dirigió hacia la puerta. Llevaba horas esperándole. Había estado muy preocupada y se había sentido idiota e infantil por dejarle tirado en medio de una calle que Peter desconocía completamente. Respiró hondo y abrió la puerta.   

Allí estaba él. Tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón y la cabeza ligeramente agachada, con la vista fija en el suelo. Pasaron unos instantes eternos, hasta que él tuvo el valor de buscar su mirada. Lali tembló, pero presionó la mandíbula intentando no demostrar su nerviosismo. 

  —¿Dónde has estado? —le preguntó. 
  
  —Por ahí. —Él se encogió de hombros—. ¿Puedo pasar?

   Lali se hizo a un lado y él entró. Le vio subir las escaleras y poco después oyó el brusco sonido de la puerta de su habitación al cerrarse. Genial, así que ni siquiera pensaba pedirle disculpas o hablar sobre el tema. La relación le recordaba a la de un matrimonio de dos cuarentones en crisis.

   Volvió al comedor y se tumbó sobre el sofá, secándose con el pañuelo usado una nueva tanda de lágrimas. ¿Por qué tenía que ser tan… melancólica? Se ahogaba en un palmo de agua. Cualquier desgracia se le antojaba inmensa y le costaba horrores escapar de la oscuridad en la que se sumergía. 

  No solo se había enfadado con Peter, sino también con su madre. Abigail le había preguntado por el inglés cuando la vio llegar sofocada a casa. Y cuando ella le confesó que lo había dejado tirado porque, textualmente, «era un cerdo egoísta», la señora Esposito, sin entender la situación, pilló un enfado de mil demonios. Le ordenó que fuese a buscarlo con su padre antes de irse a la cama, pero Lali no lo hizo —aunque bien poco le había faltado— y prefirió esperarle. 

  Afortunadamente, por una vez, Peter había usado la cabeza y su «magnífico» sentido común le había instado a regresar. Lali volvió a sonarse los mocos y se tapó bien con la manta, acurrucada entre los cojines.   

Fijó la vista en el televisor. Emitían una película llamada Breve encuentro. Lali sollozó todavía más. La había visto muchas veces, desde pequeña, y se sabía el guión de memoria. Se incorporó sobre el sofá y alzó una mano, sujetando el pañuelo arrugado, mientras interpretaba el diálogo al ritmo de los propios personajes.

   —«¿Cuántas veces tomaste la resolución de no volver a verme?» —gimoteó, imitando a Alec—. «Varias veces al día» —añadió, cambiando el tono de voz para interpretar a Laura—. «Yo también». «¡Oh, Alec!» —Dramatizando en exceso, se llevó una mano al corazón—. «Te quiero. Me encantan tus ojos sorprendidos, la forma en que sonríes, tu timidez, el modo en que ríes mis bromas…»   

Una pausa incómoda y después Laura mirando suplicante al caballeroso Alec. Lali se enjugó las lágrimas, antes de proseguir.   

—«¡Por favor, no, Alec!» —exclamó, y luego se metió en la piel del admirable chico—. «¡Te quiero!, ¡te quiero! Y tú me quieres, es inútil pretender que no ha pasado nada, porque sí ha pasado.»

   —Sí, la verdad es que es inútil pretender que no ha pasado nada, él tiene razón —musitó Peter, apoyado sobre el marco de la puerta de entrada al comedor y señalando el televisor.

   Lali agachó la cabeza, avergonzada. Lloró más y se secó las lágrimas de nuevo. Ese pañuelo ya estaba muy gastado, así que sacó otro del envoltorio. 

Fantástico, ahora él la había descubierto como a una vieja solterona que termina interpretando los guiones de los falsos amores de Hollywood.

   —No quiero hablar contigo —le dijo.

   Peter, con el batín puesto, le dirigió una mirada suplicante, pero ella le ignoró y siguió viendo la película.

   —¿Puedo sentarme a tu lado?

   Lali no contestó; Peter quiso suponer que su respuesta en realidad era un rotundo sí. Se sentó junto a ella sin más miramientos, manteniendo una distancia prudencial. La película era terriblemente aburrida y se alegró cuando llegaron los anuncios e hicieron una pausa especial para dar las noticias más importantes del día. Escuchó con atención al presentador del telediario de medianoche. 

  —Noticia de última hora. El juicio contra la empresa Lanzani, la mayor multinacional de la venta de sistemas operativos informáticos, se adelanta a causa de las declaraciones del jefe de la base Lanzani. —El presentador desapareció de la pantalla para dar paso a un hombre arreglado y elegante, de unos cuarenta años de edad, bien conocido por ser el dueño de todas las empresas Lanzani. Este empezó a hablar—. Desde aquí queremos tranquilizar a los usuarios y asegurarles que ya se han arreglado los errores del último sistema operativo que salió a la venta; por ello hemos decidido acelerar los trámites de las denuncias recibidas para zanjar cuanto antes este desafortunado asunto.

   El presentador del telediario volvió a cobrar protagonismo y siguió comentando la noticia de un oso panda que había nacido en China. 

  —¡Menudo farsante! —gritó Lali, refiriéndose al dueño de las acaudaladas empresas Lanzani.

   Peter bostezó. Luego la miró algo molesto y frunció el ceño.

   —Oye, deja de opinar sobre asuntos que desconoces.

   —Ah, claro, usted perdone, mi rey. —Se cruzó de brazos—. Supongo que como tú conoces tan bien a todos los Lanzani, a diferencia de mí, que solo soy una pobre ignorante, sí puedes despotricar a tu antojo —recalcó con ironía.   

Peter volvió a bostezar por segunda vez consecutiva.

   —Pues claro que sí, tonta —farfulló—. Lanzani es mi padre. 




¡Feliz Navidad!  


 «¿Me he vuelto loca ya?», se preguntó Lali mientras se miraba en el espejo grande el baño. En realidad las profundas ojeras, la piel arrugada del contorno de los ojos tras el patético lloriqueo de la noche anterior y el cabello despeinado y enredado… no ayudaban mucho a encontrar una respuesta coherente que despejase sus dudas.   

«Vale. Ahora, aparte de loca, también soy fea. Dos puntos extra.» Se sentó sobre el borde de la bañera mientras esta se llenaba de agua. Necesitaba con urgencia darse un baño relajante. 

  Los acontecimientos de la noche anterior la habían dejado aturdida. En primer lugar, todavía no lograba imaginarse a su aniñado Peter acostándose con aquella chica de la fiesta de no sé quién cuando tenía novia. En segundo lugar, debería haberle preguntado antes cuál era su apellido. En realidad lo indicaba en los papeles correspondientes del intercambio, pero no le había prestado atención y, aunque lo hubiese hecho, no lo habría creído.   

Un Lanzani… El mimado, rico e imbécil hijo del famoso matrimonio Lanzani. El padre, dueño de una de las mayores empresas del mundo. La madre, una de las abogadas más prestigiosas de toda Europa. Lali se abofeteó a sí misma, intentando despertar así de aquel confuso sueño. Pero no pasó nada. Siguió allí, absorta, escuchando el sonido del agua caer conforme la bañera se iba llenando.   

Por otra parte, empezaba a entender cómo y dónde había crecido Peter. Ahora todo tenía sentido, porque, claro, no era solo Peter, sino Peter Lanzani. Esa última palabra lo cambiaba todo de un modo radical.   

Se desvistió, cerró el grifo y se sumergió en el agua. Respiró hondo, relajándose. Inclinó la cabeza hacia atrás, hundiéndola hasta mojarse todo el pelo. Innumerables pensamientos volvieron a invadir su mente.   

De todos modos a ella le daba igual quién era Peter. Le importaba lo que había vivido con él, ni más ni menos. Y, si él había terminado engañando a su novia, que era una amiga e iba a su misma clase, ¿cómo podrían mantener ellos una relación a distancia? Se iría con otra a la primera de cambio, seguro. Lali no quería pasarlo mal, no deseaba hundirse por las noches en el sofá del comedor, al lado de su simpático amigo helado de chocolate, mientras recitaba una vez tras otra los diálogos de Romeo y Julieta y se preguntaba, angustiada, qué estaría haciendo Peter. Porque su paranoica mente se lo indicaría enseguida: estaría… con otra.

   Exhaló aire por la nariz con la cabeza sumergida en el agua, un montón de burbujas pequeñas subieron a la superficie. Después volvió a sacar la cabeza y encontró fuerzas para echarse un poco de champú y frotarse el cabello sin demasiadas ganas. Llamaron a la puerta del baño.  

 —¡Lali!

   Era el traidor. Fingió que acababa de quedarse sorda.

   —Lali, sé que estás ahí —prosiguió él—. ¿Puedo pasar?

   —¡NO!   Esta vez sí contestó, porque no recordaba si había puesto el pestillo y temía que él entrara sin demasiados miramientos. Por si acaso, corrió la cortina de la bañera. 

  —¿Por qué no?, ¿qué estás haciendo?

   —Duchándome.

   —Ah, vale. —Peter bajó el tono de voz—. Pues te espero en la puerta hasta que termines.

   Lali resopló. La estaba acorralando. Claro que ella le había evitado en numerosas ocasiones. La noche anterior, tras descubrir que el empresario Lanzani era su padre, había corrido despavorida hasta su habitación y se había encerrado allí a cal y canto, tal como había hecho también esa misma mañana. Solo salió —a toda prisa— cuando escuchó la voz de Peter y advirtió que este se encontraba en la planta baja de la casa. Ahora él no pensaba dejarla escapar otra vez, y comportándose como un hippie en la acción de manifestarse, había decidido hacer una sentada frente a la puerta del baño; solo le faltaba una pancarta reivindicativa que dijese: «Lali, ¡deja de huir! El pueblo te necesita». Total, viviendo ambos entre las mismas cuatro paredes, poco podría haber hecho por evitarle. Mucho menos teniendo en cuenta que aquel día era Navidad y celebraban la comida con toda la familia.   

Y lo que era aún peor, esa misma noche se darían los regalos. Lali no quería darle su regalo a Peter, lo que realmente deseaba era estampárselo en la cara y que el golpe le dejase una buena cicatriz. Rió tontamente, sola, rememorando algunos días atrás, cuando incluso llegó a suponer que Peter sería virgen. ¡Ja! Qué tonta e ingenua era.   

Poco después salió de la bañera y se vistió lentamente. Intentó tardar todo lo posible para desesperar a Peter. En efecto, cuando finalmente abrió la puerta del baño, él la miró con cara de pocos amigos y los brazos cruzados con ademán protector.   

—¿Pensabas celebrar el día de Navidad en el baño o qué? —Ojeó su reloj de pulsera—. Has tardado más de una hora.

   —Puede que sea impuntual, pero no traidora… como otros.  

 Peter notó que un pequeño escalofrío le recorría el cuerpo. Se le puso la piel de gallina y dio algunos pasos al frente intentando calmar la desagradable sensación. Eso había sido un golpe bajo por parte de Lali.

   —¿No podemos hablar sobre el tema? —le preguntó.

   —Es Navidad, Peter —dijo ella—. Ya hablaremos más tarde, esta noche, quizá, ahora no es el momento.

   Peter la miró confuso.

   —Entonces… ¿seguimos juntos?

   Ella resopló, con el cuerpo ligeramente vuelto en dirección a su habitación. Se giró una última vez antes de marcharse definitivamente.

   —Déjame en paz.

   Y desapareció, tras cerrar de golpe la puerta de su habitación. Peter se quedó ahí de pie, extremadamente quieto, como si todo lo que se encontraba a su alrededor quemase de algún modo misterioso. Después chasqueó los dedos y una sonrisa maliciosa se apoderó de sus rojizos labios. Bien, vale, pues si Lali no quería ni siquiera escucharle durante unos míseros minutos, él no pensaba rebajarse más. Además, si supuestamente ya no estaban juntos, ¿importaba mucho cómo se comportase? Él creía que no. ¿Y qué mejor día para demostrárselo que durante la comida familiar de Navidad?   

Pasadas unas horas, todos se encontraban sentados a la enorme mesa de madera del comedor. La señora Esposito obligó a Nico a vestirse de un modo adecuado (o sea: unos vaqueros que no estaban rotos y una camiseta que no reflejaba su innato amor por la marihuana y que todavía no se había desteñido por el paso de los siglos). Habían acudido algunos familiares, ante los que Peter se había presentado con elegancia y sofisticación (ya les demostraría más adelante quién era en realidad). Por una parte estaban los padres de la señora Esposito, un matrimonio de ancianos que parecían odiarse mutuamente: el señor Rolan y su esposa, Margerot, que era una especie de saco de arrugas con dos ojos y una enorme nariz aguileña que a Peter le daba mala espina. 

  También había acudido la hermana del señor Esposito, que se llamaba Amber, junto a sus dos extraños hijos gemelos, que tendrían unos catorce años. Una vez llegaron todos, se acomodaron para comer. Lali evitó descaradamente la fría mirada que Peter le dirigió. Afortunadamente, la señora Esposito había recordado que Peter era vegetariano; le había preparado una ensalada, evitando que comiese pavo como hacían todos los demás. A Peter le gustaba ser la excepción.   

—¡Disfrutemos de la comida navideña! —exclamó Abigail, tras servir a cada uno su plato.

   «Eso, mi querida Lali, ¡ya verás cuánto vamos a disfrutar!», pensó Peter, y sus ojos verdes brillaron traviesos. Pasados unos segundos de silencio, la abuela de Lali le sonrió y le señaló con uno de sus arrugados dedos. 

  —Un chico tan guapo como tú tiene que tener novia —comentó. 

  Era su oportunidad. Peter dejó el tenedor y el cuchillo sobre la servilleta y cruzó elegantemente las manos sobre la mesa.

   —No sé qué decirle, señora —contestó, y le dirigió a Lali una mirada significativa—. ¿Tú qué opinas, Lali?, ¿tengo novia?

   Ella apretó el cuchillo con las manos, conteniéndose de no lanzárselo a Peter a modo de diana, hasta que los nudillos se le tornaron de un color blanquecino. Peter sonrió con más ganas. Nico, confundido, les miró.   

—Creo que me he perdido algo.

   —Sí, te has perdido ciertos detalles del pasado de Peter que no tienen desperdicio —le indicó su hermana con fingida amabilidad.

   —Pero ¿el jovencito tiene novia o está buscando? —insistió la abuela—. Porque yo tengo una amiga, Berta, que ahora es viuda, pero está de buen ver y prepara unos pastelitos de arándanos deliciosos.

   El esposo de Margerot, el señor Rolan, suspiró con desgana

.   —¡Marge, por Dios!, que tu amiga tiene setenta años y pesa ciento cincuenta kilos.

   Peter tragó saliva despacio y creyó sentir un hormigueo extraño ascendiendo por todo su cuerpo. Los padres de Lali reían tranquilamente.   

—Piénsatelo, Peterson; oportunidades así no surgen todos los días.  
 —Desde luego, señora —contestó apesadumbrado—. Y me llamo Peter.

   —Ah, pues eso, Peter.

   Lali fingió que se limpiaba la boca con la servilleta para que nadie advirtiese la vengativa sonrisilla que cruzaba su rostro de lado a lado. 

  —No hagas caso a mi mujer, está chiflada —le aconsejó el señor Rolan—. Quise divorciarme de ella el mismo día en que me casé.

   —¡Papá! —se quejó la señora Esposito, abochornada.

   —Déjale, hija, no tiene arreglo —replicó Margerot—. Siento que tuvieses que crecer con un padre así, debí haber elegido mejor.

   —Y yo siento que vivieses una infancia al lado del demonio —añadió él, señalando a su mujer con el tenedor. 

  El señor Esposito se removió incómodo en su silla.

   —Está bien, ¡ya basta! Os recuerdo que estamos celebrando la Navidad.

   El silencio reinó en la mesa durante los siguientes cinco minutos. Peter siguió comiéndose su insípida ensalada mientras miraba a Lali de reojo. Se preguntaba si, de continuar juntos, terminarían comportándose como sus abuelos. Casi podía ver reflejado en ellos cómo sería su futuro cincuenta años después.   

La señora Esposito parecía seriamente disgustada por los comentarios que sus padres se dedicaban el uno al otro; prefirió permanecer en silencio.

   Peter aplastó un trozo de tomate con el tenedor y el jugo salpicó el brazo de Nico, que se encogió de hombros y ni siquiera se dignó limpiarse. El inglés observó asqueado su alrededor; la comida navideña era muy aburrida y se preguntaba cómo podría hacer que fuese algo más animada. Sonrió poco después, dirigiéndose al señor Rolan.

   —Entonces, ¿por qué se casó con su mujer?

   —Porque la dejé preñada… ¡y en qué mala hora!

   La anciana le dio un fuerte pisotón, bajo la mesa, y él gimió dolorido. El señor Esposito suspiró apesadumbrado. Los gemelos seguían comiendo en silencio, y la tía de Lali apenas pestañeaba.

 Todos los habitantes de la casa parecían haber muerto en vida.   Peter ojeó a Lali mientras ella cortaba distraída un trozo de carne. Tenía el contorno de los ojos ligeramente arrugado a causa de las numerosas lágrimas que, seguramente, había derramado la noche anterior. Aun así, pensó que estaba guapa y casi se asustó cuando advirtió las ganas que tenía de acariciar sus rosadas mejillas.

   —Peter, cielo, ¿te has quedado con hambre? —le preguntó Abigail mostrándole una de sus encantadoras sonrisas

.   Él negó con la cabeza. No tenía apetito. Mirar a Lali le quitaba las ganas de comer; quizá porque a veces pensaba que podría llegar a alimentarse de la inocencia que emanaba su rostro… Suspiró, melancólico, y sacudió la cabeza sintiéndose torpe y confuso.

   —Yo shi tengo mash hambre, mami —dijo Nico, con la boca todavía llena. Algunas migajas de pan revolotearon hasta posarse sobre el mantel rojo.   

Peter le dedicó una mueca de asco e hizo una complicada reflexión sobre qué demonios vería Euge en aquel orangután.

   —Ahora sacaré unas galletas de jengibre —respondió Abigail.   Se levantó y empezó a recoger los platos; Peter la ayudó en la tarea. Juntos se dirigieron a la cocina; la señora Esposito le tendió una bandeja y le pidió que colocara en ella las galletas de jengibre. Ella se dedicó a fregar; al cabo de unos minutos, le miró de reojo de forma significativa.  

 —¿Os habéis peleado? —preguntó con cierta timidez—. Ayer Lali estaba muy disgustada.

   —Yo no le he hecho nada… a ella —repuso, encogiéndose de hombros. 
  
  —No te preocupes, cielo, se le pasará. —La señora Esposito le palmeó la espalda con afecto, tras secarse las manos en el delantal—. Lali es demasiado quisquillosa, seguro que se ha enfadado por cualquier tontería.

   En ese mismo instante, Lali entró en la cocina y puso los ojos en blanco. Se cruzó de brazos, y Nico, que caminaba a su espalda, chocó contra ella.   

—¡Eh!, ¿qué haces ahí parada? Aparta —musitó.  

 —¿Por qué estáis hablando de mí? —gritó, consternada—. En serio, mamá, quiero que se marche de esta casa. No lo aguanto más.   
—¡Lali! ¡No seas maleducada! 

  Nico abrió mucho la boca, sorprendido.

   —¿Quieres dejarme sin cuñado? ¡Tú no tienes corazón! —Apuntó a su hermana con un dedo acusador, luego se acercó a Peter, que permanecía quieto y serio como un buen soldado romano, y le rodeó los hombros con el brazo—. ¡Traidora de sangre! 

  —Pero ¿qué demonios dices? —Lali frunció el ceño—. ¡Mamá, haz algo!   

La señora Esposito balbució algunas palabras incomprensibles y agradeció la llegada de su marido. Dio un paso al frente, desorientada, hasta situarse a su lado.

   —Cariño, diles que no discutan, por favor.

   —No discutáis, chicos —murmuró él con voz monótona—. ¿Qué es lo que os pasa?

   Lali le dio una patada a la nevera, cabreada, y todos retrocedieron para alejarse de la furiosa chica. Ella miró fijamente a Peter. Tenía ganas de llorar.   

—¡Te odio! Eres desquiciante e insoportable —le acusó sin piedad—. ¡Y si mi hermano te apoya es porque no tiene ni idea de todo lo que dices sobre él a sus espaldas!  

 Nico observó de reojo a su compañero, asombrado, y preguntándose si su hermana decía la verdad. A lo lejos se oyó la voz gritona y aguda de la abuela de Lali, que, al parecer, cantaba un villancico.   

—«Canta, ríe, bebe, que hoy es Nochebuena, que en estos momentos no hay que tener pena…»   

Peter tragó saliva despacio; los cantares de Margerot no ayudaban en absoluto. La situación era caótica. Logró enfrentarse a la mirada de Nico, pero no fue capaz de negar las palabras de Lali. Ella tenía razón, lo más bonito que le había dedicado hasta el momento eran algunos apelativos sueltos como «neandertal» o «mendigo». Y ahora se sentía mal, porque extrañamente había empezado a cogerle cierto cariño a… ese misterioso ser. 

  —¿Hablas mal de mí, tío? —Nico le miró apenado, parecía a punto de llorar—. Joder, colega, con todo lo que yo te defiendo…

   —«Dale a la zambomba, dale al violín, dale a la cabeza y canta feliz… Al chico de mi portera, tera…»   J

Peter cerró los ojos con fuerza. Quería escapar de allí como fuera. Toda la familia Esposito le miraba en silencio, esperando a que dijese algo. Pero se había quedado mudo. Nico se apartó de su lado y salió de la cocina caminando a trompicones. Lali siguió a su hermano. Se oyeron algunas puertas cerrarse de golpe. La señora Esposito se tapó los oídos, procurando no escuchar el animado canto de su madre, y poco después desapareció también con la bandeja de galletas de jengibre en las manos. Peter se quedó a solas con el señor Esposito, que le miró con indiferencia y se encogió de hombros.  

 —Esta familia es una mierda —suspiró y apoyó su mano en el hombro de Peter. Parecía no tener fuerzas para seguir viviendo—. En fin, chaval, ¡feliz Navidad!   




2 comentarios:

  1. yy se fue todo a la mierda :( jajajaj subii mas dale!

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  2. Me dio pena Peter y Lali, lo que me va dar pena va hacer cuando Nico se de cuenta que Peter lo odia o eso esto que cree Peter

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