lunes, 31 de agosto de 2015

capitulo 31,32,33,34 y 35




No sabía de qué habían hablado, sólo que los labios de Ro se habían apretado en las esquinas. Cuando le pregunté si estaba bien, repentinamente se mostró alegre y rápidamente cambió de tema.
Rochi cayó como un peso muerto en el asiento del pasajero del coche de Suzanne. Miré a Suzanne por encima del techo.
 —¿Puedes llevarla bien a casa, Suze?



Asintió, moviendo de un tirón su pelo negro liso por encima del hombro
. —Vamos a estar bien.
Rochi se animó en su asiento.
 —¿Adónde vas?
—Sólo voy a hablar con Peter.
—Oh, hablar —dijo ella, su voz cargada de exageración—. ¿Así es como lo llaman en estos días?
Suspirando, pero con una sonrisa, me volví a mirar a Suzanne.
—¿Segura que puedes manejarla?
—No te preocupes. La meteré en casa y la arroparé. Y si eso no funciona siempre puedo asfixiarla con una almohada.
—¿Escuchaste eso? ¡Quiere matarme! ¡No me dejes con ella!
Rodando los ojos, cerré la puerta en su cara con Rochi sin dejar de hablar.
Las vi salir del estacionamiento antes de volver al bar, empujando contra la avalancha de personas. Esquivé a una temblorosa rubia en su minifalda demasiado corta.
Para el momento en que llegué a la habitación principal de nuevo, el lugar estaba casi vacío, los pasos de las personas que permanecían latía pesadamente sobre el suelo de tablones. Peter era fácil de localizar. Se encontraba de pie en el bar, hablando con otros dos camareros. Ellos asintieron, escuchándolo mientras los instruía en algo.
Observé este nuevo lado suyo, viéndolo ahora. Apreciándolo. El borde autoritario que siempre había estado allí y no había reconocido. Que había visto, pero no había pensado que en realidad pudiera ser el encargado del lugar. ¿Cómo un joven de veintitrés años llega a estar a cargo de un bar? Me parecía una gran responsabilidad. Él dijo que había estado en su familia desde hace tres generaciones, pero ¿dónde estaba su padre? ¿O su madre? ¿Por qué no estaban ellos encargándose?
Me crucé de brazos. Sobre todo porque no sabía qué otra cosa hacer con ellos, pero tal vez porque pensé que con eso también podría disimular mi sudadera manchada. Realmente debí de haber considerado
mi vestimenta para esta noche. Una parte de mí debió de haber sabido que podía terminar aquí.
Me sentía incómoda parada allí, así que cambie de pie, esperando a que el me viera. Uno de los camareros, un hombre mayor con bigote, se fijó en mí mirándolos a ellos tres. Él asintió en mi dirección. Peter giró y me miró. Al instante, su expresión se endureció, la facilidad con la que había estado allí desapareció. Y eso me dolió un poco, sabiendo que yo había hecho eso.
¿Fue solo la otra noche cuando él me había besado y dicho esas cosas que me hicieron sentir especial? No como una chica que no está acostumbrada a los besos y a los chicos calientes con sonrisas sexy. Lo hizo natural… estar con un chico. Estar con él. Me hizo sentir hermosa.
Su boca se apretó en una delgada línea. Dio un paso hacia mí, deteniéndose un momento para hablar con los otros dos camareros antes de levantar la barra superior y cruzar hacia donde yo estaba.
—Has vuelto.
—Lo siento.
Lo que fuera que esperaba que dijera, no creo que fuera eso. Él parpadeó.
—¿Por qué te disculpas?
—Debería de haber dicho adiós. Eso fue grosero. —Me encogí de hombros, incómoda bajo su mirada intensa y decidida a ir por la honestidad, sin importar que tan patética me hiciera sonar—. No estoy familiarizada con las reglas que van con estar con alguien. Lo siento. Lo estropeé. —Lo miré, esperando.
Continuó estudiándome. La dureza de su expresión decayó. Su boca se relajó un poco. Parecía más desconcertado que cualquier otra cosa mientras estaba allí mirándome como si fuera algún tipo especie extraña.
—Bueno. Solo quería que lo supieras. Buenas noches. —Dando la vuelta, me alejé.
No camine ni cinco pasos antes de que su mano se posara en mi hombro. Me di la vuelta.
—No lo estropeaste. Me gusta que no sepas cuáles son las reglas cuando se trata de estar con alguien.
—¿En serio?
—Sí. Tú no eres… —Se detuvo, y se pasó una mano por su cuero cabelludo, rozando su corto cabello. Mis palmas se estremecieron, recordando lo suave que se sentía su cabello contra mis palmas—. Tú eres diferente. No me gustó despertarme y encontrarme con que te fuiste.
No me moví. No hablé mientras su admisión se hundía y hacía que mi rostro se calentara.
—Oh. —Finalmente logré sacar el nudo de mi garganta. No podía dejar de preguntarme qué habría pasado si me hubiera quedado. Si hubiera estado allí cuando se despertara. ¿Qué habría dicho? ¿Qué habríamos hecho? ¿Lo habríamos retomado desde donde lo dejamos antes de que nos quedáramos dormidos?
Alargó la mano y acarició la parte inferior de mi sudadera.
 —Me gusta esto.
—¿Mi sudadera? —Reí con nerviosismo—. Llevo puré de manzana. —Hice un gesto hacia la mancha en mi pecho.
—Te queda bien.
—Ahora sé que estás mintiendo.
—No. —Le dio a mi sudadera un pequeño tirón, atrayéndome inexorablemente hacia él, poco a poco, y fue como la otra noche otra vez. Su presencia era abrumadora, el calor que emanaba de él. El azul de sus ojos parecía convertirse en humo cuando me miraba. Estaba bajo su hechizo. Tal vez nunca había dejado de estarlo. Había estado fascinada desde nuestro primer beso, y especialmente desde la noche que pasé en su apartamento. Tal vez esto era lo que me había traído de vuelta aquí, en medio de la noche. Tal vez tenía la esperanza de repetir la experiencia.
—Nunca voy a mentirte, Lali—Esa expresión suave voló a través de mí como una explosión sónica. Loco, pero oí más que su voto, para ser honesta. Las palabras estaban llenas de expectativas de que habría un él y yo, un nosotros. En verdad íbamos a hacer esto. Lo que sea esto fuera.
—¡Oye, hermano! ¿Aún voy a irme contigo esta noche? —La cabeza de peter se giró en dirección a la voz. Seguí su mirada y vi a Agus cargando una caja con vasos vacíos. Sus ojos se iluminaron cuando me vio
—. Oh, hola. Lali, ¿no? ¿Cómo va todo? —Su mirada se deslizó entre su hermano y yo, y de repente se veía muy contento—. Veo que encontraste al hermano tras el que ibas realmente. Demasiado malo para mí.
Avergonzada, murmuré un saludo y me separé un paso de Peter, metiendo un mechón de pelo suelto detrás de mí oreja. Su mano cayó de mi sudadera.
Peter le frunció el ceño a su hermano.
—Sí, después de que termines de transportar todo a la cocina.
—Genial. Nos vemos, Lali. —Con un guiño, Agus se dirigió a la cocina.
—Ya es tarde. —Mis dedos empujaron el pelo que ya estaba escondido detrás de mí oreja—. Me tengo que ir.
—Caminaré contigo hasta tu auto.
—¿Acompañas a cada chica que sale de esta bar hasta su coche?
Se detuvo a mi lado.
 —En primer lugar, la mayoría de las chicas no se van solas. Ellas están con un grupo. En segundo lugar, tú no eres cualquier chica para mí. —Hizo una pausa y mi pecho se apretó cuando esas palabras se hundieron en mí como la tinta manchando mi piel—. Y creo que ya lo sabes.
El aire salió de mis pulmones. No podía pensar en una sola cosa que decir. Salimos hacia el frío de la noche y empezamos a caminar a través de la gran cantidad de piedrecillas. Cuanto más nos movíamos hacia mi auto, más pensaba en la última vez en que él me acompañó hasta mi coche. Nuestro primer beso. Y luego eso me llevó a pensamientos de la noche en su apartamento, que consistían en un montón más de besos. Y toques. De repente me froté las palmas de mis sudorosas manos contra mis muslos.
En mi coche, abrí la puerta. Con una sonrisa que se sentía extraña y demasiado apretada en mi cara, le enfrenté. —Gracias.
Me examinó durante un largo instante bajo las luces del estacionamiento.
—¿Así que tú solo viniste hasta aquí para pedirme disculpas, Lali? ¿Eso es todo?
Tragué saliva. —¿Sí?
¿Por qué la palabra salió como una pregunta? ¿Y por qué me miraba como si no me creyera?
—Pensé que podrías haber querido continuar donde lo dejamos. —Deslizó la mano dentro de su bolsillo y se balanceó sobre sus talones—. Aprender unos cuantos consejos, tal vez.
Allí estaba. El elefante en la habitación. Pretendiendo que no estaba allí.
—Creo que lo que hicimos fue… —No llegue a decir "suficiente". Porque ¿de verdad quería que lo fuera? ¿Por qué no estirar esto un poco más? Sólo mejoraría mi forma de besar y todas las otras cosas, ¿no? Los juegos previos. Era eso lo que yo buscaba. Además, faltaban semanas hasta las vacaciones de Acción de Gracias y el tiempo ininterrumpido con Pablo. A pesar de que una voz susurró en mi cabeza que esto podría complicarse, la ignoré. Quería más. Simple y llanamente.
—Bueno, ¿qué queda por aprender? —le pregunté, sobre todo porque no quería parecer un perrito ansioso y desesperado por placer. Incluso si eso es lo que era.
Se echó a reír. El sonido era bajo y profundo, y se arremolinó en mi vientre como sidra caliente.
Defendiéndome del delicioso efecto de su risa sobre mí, pregunté—: ¿Qué?
—Oh, hay mucho aún por aprender. Esa pregunta solo muestra lo mucho que aún no sabes. —Se quedó en silencio y me examinó de nuevo—. ¿Supongo que la cuestión es hasta qué punto estás dispuesta a ir conmigo? —Su boca se curvó en una sonrisa lenta—. Todavía no estás lista para eso, ¿verdad?
Parpadeé.
 —Yo n-no puedo. No es que…
Se rio en voz baja
. —No estés tan asustada. Sólo lo comprobaba.
Mi cara se sentía como si estuviera en llamas. Me moví sobre mis pies y clavé la punta de la llave del auto en la carnosa almohadilla de mi pulgar. Moví la mirada hacia algún lugar por encima de su hombro, con la vista perdida en la noche oscura. Era demasiado humillante. No podía mirarle a los ojos mientras discutíamos si quería o no más lecciones en sus juegos previos y hasta qué punto estaba dispuesta a ir.
En lugar de contestarle directamente, le pregunté
—: ¿Tu hermano no está esperando por ti esta noche?
Sí, quería más. Sí, estaba dispuesta a ir más lejos, pero no me pareció que fuera a suceder esta noche.
—Sí. Lo está. Supongo que nuestro tiempo se ha terminado.
Asentí, mojando mis labios mientras pasaba mi mirada a su pecho, a la escritura curvilínea que enunciaba MULVANEY'S en su camisa. Era más fácil que estar mirando esos ojos brillantes que parecían tener el poder de hipnotizarme.
Las piedrecillas crujieron mientras él se acercaba más. Bajó una mano a la puerta de mi auto, enjaulándome parcialmente. Seguí su largo brazo extendido, explorando la piel tatuada, hasta que le miré de nuevo a los ojos.
—A menos —empezó a decir—. ¿Me estás invitando a tu dormitorio?
Santo infierno. ¿Quiere venir a mi dormitorio conmigo?
—¿Quieres ir a mi dormitorio?
—A menos que tengas un compañero de cuarto. —Sus labios se torcieron en esa media sonrisa sexy—. Eso podría dificultar las cosas.

—Um, de hecho no lo hago. Comparto zonas comunes. Estoy en una individual. Tengo la habitación para mí sola.
Mis palabras se quedaron flotando entre nosotros. El aire crujía, lleno de tensión y algo indefinible. Y sin embargo, lo reconocí. Sucedía mucho a su alrededor, zumbando sobre mi piel como una carga eléctrica.



—Eso es conveniente —murmuró.
Me lamí los labios. Se sentía como si nos hubiéramos estado mirando el uno al otro desde siempre. Otro segundo y podría estallar por toda la tensión.
—Entonces. —Arqueó una ceja—. ¿Me estás invitando?
—Oh. —Una risita nerviosa escapó mis labios—. Sí. Sí. Supongo que lo hago.
Sonrió y me derritió allí. Agarré el borde de la puerta para evitar que mis rodillas se doblaran.
Se inclinó hacia adelante, un brazo todavía cerca, enjaulándome.
 —De acuerdo. Te seguiré.
—De acuerdo —repetí, sonriendo como una tonta.
Bajó el brazo de mi auto y caminó hacia atrás, sin dejar de mirarme mientras se movía.
—Espera aquí. Voy a traer mi Jeep.
—De acuerdo —le dije de nuevo, deseando poder encontrar algo mejor que decir. Algo inteligente y coqueto.
Solté un suspiro tembloroso cuando se giró y se alejó corriendo.
Dejándome caer en el asiento del conductor, esperé, viendo su cuerpo alto desaparecer por mi espejo retrovisor. Mis dedos golpetearon el volante ansiosamente. Dándole a mi cabeza una sacudida feroz, liberé un pequeño chillido dentro de la seguridad de mi coche, sacándolo de mi sistema. Levantando las manos, las presioné contra mi rostro sonrojado.
Bajando de un tirón el visor, miré fijamente mis ojos, el verde más brillante de lo normal, y me dije a mí misma con firmeza
—: De acuerdo. Tranquilízate, Lali. Eres una chica grande. Pediste esto. No estás haciendo nada que cientos o miles de mujeres no estén haciendo esta noche. —Probablemente hacía menos, considerando que ni siquiera iba a tener sexo—. No. Es. La. Gran. Cosa. —Incluso mientras pronunciaba las palabras, continué sacudiéndome en mi asiento.
Las luces del Jeep de Peter pronto destellaron detrás de mí, puse el coche en reversa y di marcha atrás.
Me siguió fuera del estacionamiento y por la avenida. Acorté el camino por el campus, conduciendo entre los conocidos edificios de ladrillo rojo bordeando Butler, pasando el tranquilo patio con su césped lleno de hierba y bancos vacíos. Logré no destruir mi coche, lo cual era de algún modo milagroso considerando que no podía dejar de mirar el espejo retrovisor para ver la oscura sombra de Peter dentro de su vehículo.
Encontramos dos lugares, uno cerca del otro, en el estacionamiento. Tomando una profunda respiración, recogí mi mochila del asiento del pasajero y salí, agradecida de que al menos había conseguido hacer todas mis tareas en casa de los Campbell. Peter ya me esperaba, luciendo relajado y a gusto con la mitad de una mano enterrada en su bolsillo.
—¿Estás bien dejando el bar? —Se me ocurrió preguntar.
—Llamé a mi hermano. Él puede cerrar.
—Oh. Bueno.
Caminó junto a mí mientras nos dirigíamos hacia los dormitorios. Miré sus brazos desnudos.
 —¿Tienes frío?
—Estoy bien.
—Es una caminata corta —ofrecí innecesariamente—. Casi llegamos a la puerta. —Al parecer, el nerviosismo me hacía decir tonterías.
Pasé mi tarjeta y entré en los dormitorios colectivos. En el elevador, presioné el botón de subida y le lancé a Peter una pequeña sonrisa mientras ambos permanecíamos en un silencio incómodo. Traté de parecer más segura de mí misma de lo que me sentía. ¡Ni soñarlo! Él sabía lo que era. Lo que no era. Forcé a mi mirada a centrarse en los números descendientes de cada piso, mirando cada luz encenderse. Siete. Seis. Él sabía lo que yo no sabía. Cinco. Lo que necesitaba aprender. Cuatro. Tres. Todo. Dos.
Dejé mi estudio de los números destellando cuando dos chicas entraron ruidosamente en el edificio. Claramente tenían un par de tragos de más por la forma en que se colgaban la una de la otra.
No las conocía, pero se veían familiares. Pero también lo hacían todos los demás que vivían en el edificio. Estaba segura de que nos habíamos cruzado en los pasillos o compartido el elevador antes. La rubia tal vez incluso me había prestado una moneda en el cuarto de lavado.
Sus risitas y ruidos agudos murieron cuando me vieron parada allí con Peter cambiaron miradas con los ojos como platos y presionaron los labios como si estuviera matándolas quedarse en silencio. Las puertas se deslizaron para abrirse con un ding y un amortiguado whoosh. Peer esperó para que las tres subiéramos delante de él, y juro que se rieron tontamente como niñas de trece años.
Rodando los ojos, presioné para subir al quinto piso, deseando que hubiéramos tomado las escaleras. Era costumbre que yo evitara el hueco de la escalera tan tarde en la noche. Era muy oscuro y olía como a medias sudadas en un buen día. Además, simplemente no me gustaba la sensación de aislamiento en el hueco de la escalera. Como si estuviera dentro de una tumba. Los lugares pequeños y yo nunca nos llevamos bien. Pasé demasiado de mi infancia en armarios y baños.
Cuando las chicas salieron en el tercer piso, no esperaron a que las puertas se cerraran antes de comenzar a susurrar indiscretamente y volverse a mirarnos.
—Dios —murmuré—. Es como la secundaria. Algunas cosas nunca cambian.
—Algunas cosas sí. —Deslizó una larga mirada sobre mí mientras bajábamos en mi piso—. No pasé la noche con muchas chicas en la secundaria.
Arqueé una ceja.
 —¿No?
Sonrió ampliamente.
—No. Eso vino después.
—Apuesto que sí. —Desbloqueé mi puerta y me moví en la oscuridad de mi cuarto, mis pasos automáticos, moviéndome de memoria. Encendí la lámpara de mi escritorio y dejé caer el bolso en la silla. La puerta de la habitación contigua estaba entornada, tan habitual. Me asomé dentro del tenebroso espacio. La forma de Rochi era visible debajo de las mantas de su cama. Podía incluso detectar sus suaves ronquidos. Cerré la puerta entre nuestros dormitorios (probablemente por primera vez) y le puse llave.
Siempre que Euge quería estar a solas con Nico, pasaban el rato en su lugar. Incluso pasaba la noche allí en ocasiones. No podía evitar sonreír ante la idea de Rochi despertando con una puerta cerrada. Ella no sabría qué pensar.
Enfrenté a Peter suavizando las manos sobre mis muslos, la suave tela vaquera de algún modo normalizándome. Levantando la barbilla, me preparé para su primer movimiento.
Sólo que ni siquiera me miraba. Él analizaba mi cuarto, girando lentamente, su mirada explorando mi santuario privado como si estuviera viendo algo interesante. Mi colcha con sus flores púrpuras excesivamente grandes. Un cartel de las orejas de Mickey Mouse, justo la sombra de ellas colocadas contra una noche estrellada. Observó todo, y yo también, viéndola a través de los ojos de un extraño. Sus ojos. Mi mirada echó una ojeada a la cama, el cartel, el Pluto de peluche apoyado contra mi almohada que me había visto a través de tantos años. Era un pobre sustituto de Purple Bear, pero era el primer regalo que la abuelita me había comprado, así que lo atesoré. Era el cuarto de una niña pequeña, me di cuenta. O al menos eso le parecería a él.
Busqué algo bueno sobre ello. Todo era ordenado y organizado. Los libros de textos cuidadosamente apilados en mi escritorio al lado de mi computador portátil. Nada revuelto. Odiaba tener un montón de cosas que solo tendría que embutir en mi coche al final del año y luego encontrar un lugar para guardarlas mientras volvía a casa de la abuelita durante el verano.
Se acercó a mi escritorio. Tres fotografías reposaban allí. Una de mi papá y de mí soplando velas en mi pastel de primer cumpleaños. Yo estaba en su regazo. Había un montón de cuerpos presionados detrás de nosotros, ninguno de sus rostros visibles en la imagen, y siempre me gustó
eso. Me gustaba no saber cuál era mamá. Si es que siquiera era una de ellas. La fotografía era solo de papá y yo. La forma en que habría sido si alguna chica no lo hubiera alejado de mí y me hubiera dejado con ella en su lugar.
A pesar de que era mi pastel de cumpleaños, papá fue el que sopló las velas. Probablemente porque yo no habría podido. En cambio, lo observé con esta mirada de ojos amplios y desconcertados en mi rostro redondeado. Como si él efectuara la hazaña más asombrosa que alguna vez había visto en mi corta vida.
La segunda fotografía era de la abuela y yo en la graduación de la secundaria. Metida en el borde de ese marco estaba una tira de cuatro fotos tomadas en una cabina, de mí, Rochi y Euge en el centro comercial en la última primavera. Fue el mismo día en que habíamos decidido contratar una suite juntas. Hacíamos las muecas locas requeridas. En cada pose, Ro lucía como si estuviera haciéndole el amor a la cámara. Como si la Diosa Porno fuera la única expresión que podía hacer.
La última imagen era de mí con Cande y Pablo en la barbacoa anual de su familia, el cuatro de julio del verano pasado. Su novia había estado merodeando en algún sitio cercano, pero la foto había sido tomada cuando estábamos solo los tres. La mano de Peter fue infaliblemente a esta foto y la levantó del escritorio.
 —¿Este es él?
—¿Quién?
—El chico. —Me miró y luego de vuelta a la fotografía, su expresión meditabunda.
Parpadeé, sobresaltada porque lo adivinara con tanta exactitud, e incómoda de hablar sobre Pablo con él. Al menos en detalle. Era suficiente que él supiera que hacía esto para atraer a alguien más. ¿Tenía que compartir todo con él?
Debió de haber tomado mi silencio por confusión. O se había vuelto impaciente. En cualquier caso, golpeteó el vidrio sobre el rostro de Pablo.
 —Es por él que estás haciendo esto. ¿Cierto? —Agitó el marco entre nosotros.
Le di algo entre un asentimiento y una sacudida de cabeza.
—¿Cómo lo supiste?
—Tienes únicamente estas fotos aquí. Supongo que son las personas más importantes de tu vida. —Miré los rostros congelados de mi padre, la abuelita, Rochi, Euge, Cande y Pablo. Tenía razón. Aquellas personas lo eran todo para mí.
—Y —continuó—, estás resplandeciendo aquí. —Bajó la mirada de vuelta a mí con Cande y Pablo.

Me moví hacia delante, tomé el marco de él y lo puse de vuelta en el escritorio.
 —Estaba un poco quemada por el sol ese día. Eso es todo. —No sé por qué sus palabras me avergonzaban o por qué sentí la necesidad de desviarlas, pero lo hice.
Al avanzar me había situado más cerca de él. Sólo nos separaban unos centímetros. Me mantuve firme, determinada a no dar marcha atrás como si la proximidad a él me asustara. Eso sería tonto considerando que lo había invitado aquí por una sola razón. Jugar a la tímida ahora sería ridículo.



Levantando la barbilla, sonreí, esperando que pasara por una mirada seductora. Quería que me besara. Me tocara. Eso sería más fácil que toda esta charla.
Pero en vez de seguir con ello, movió su atención a la foto de papá y de mí.
—¿Este es tu padre?
Suspiré.
—Sí.
—Eras linda. Tu cabello era muy rojo entonces.
—Lo poco que tenía, sí.
Su mirada recorrió mi cabello.
 —Tienes mucho ahora. —Su atención regresó a la fotografía—. Sin embargo, supongo que no obtuviste el cabello rojo de él.
Fruncí el ceño. Recuerdos no gratos se acercaron a los bordes de mis pensamientos. ¿Por qué hacía tantas preguntas? Eso no era por lo que lo traje aquí. Ambos sabíamos para qué estaba aquí.
Tomé la foto de él y la dejé. Girando, me moví hasta la cama y me hundí en ella, apoyando las manos en el colchón detrás de mí. Cruzando los tobillos enfrente de mí, le contesté
—: No. Eso sería de mi madre. Ella tenía el cabello rojo.
Con suerte, el “tenía” le quitaría las ganas de preguntar más sobre ella. Había una razón para que ninguna foto de ella adornara mi escritorio. Había una razón para que ella no estuviera incluida entre aquellas personas que eran las más importantes para mí. Él era lo suficiente inteligente para descubrir eso. Sin decir nada más sobre ella, él debía ser capaz de entender demasiado sobre mí. Con ese poquito de información, le había contado más de lo que Rochi y Euge sabían.
—Mi padre está muerto —ofrecí de repente. No estoy segura de por qué. No tenía que hacerlo. Él no husmeaba sobre papá en ese momento. Era probablemente para distraerlo de los temas de mi madre. Era menos doloroso hablar sobre mi papá explotando en Afganistán. Triste, pero cierto. Ninguno calificaba como conversación de besuqueo, pero una era el veneno más leve, como mínimo. Preferiría que me mirara como una pobre huerfanita que de la forma en que me miraría si supiera la verdad acerca de mi madre.
—Siento escuchar eso. Así que, ¿eran solo tú y tu mamá? —Él no iba a dejar pasar el tema sobre ella, al parecer.
Lo miré fijamente, segura de que mi frustración era evidente. Mis pies meneándose enfrente de mí.
 —Mi mamá también se fue. —No era exactamente la verdad, pero tampoco era una mentira—. Me crio mi abuela.
Ahora la lástima estaba allí. Una suavidad indudable entró en sus ojos mientras me miraba. Pero al menos era lástima de la clase de huérfana y no de la otra clase. La otra clase era mucho peor. Con esta podía lidiar. La otra lástima me hacía algo, me hacía sentir como si estuviera arruinada y más allá de poder ser salvada.
—Vamos a hablar sobre algo más —sugerí, preguntándome qué tomaría conseguir que dejara de hablar por completo e hiciera su primer movimiento. Tal vez yo necesitaba hacer el primer movimiento. Asumiendo que pudiera alcanzar el valor para hacer eso.
—Sí. —Se pasó una mano sobre su cabello casi rapado—. Supongo que esta conversación es un poco corta rollo.
Al igual que la de conejos sacrificados y niños muriendo de hambre.
 —Sí. Eso pensaba.
Sonriendo de una manera “sé que soy un dios del sexo”, se aproximó a mí con sus zancadas sueltas y pausadas. Como una especie de felino salvaje. Engañosamente relajado, cuando sabía que él podía saltar a la acción en cualquier momento.
Al mirarlo, mis mejillas se sonrojaron. Había sentido aquellos músculos, su flexión y poder contra mis manos. Lo había visto destrozar a ese chico fuera de los baños en Mulvaney’s sin derramar ni una gota de sudor.
Se detuvo frente a mí. Mis pies cruzados sobresalían entre sus piernas. Me tomó la mano, las yemas de sus dedos ligeramente rugosas curvándose en mi palma.
—Cuéntame sobre el chico de la foto. Eso debería ponerte de buen humor.
Tragué saliva. ¿Bromeaba? Sólo tenía que mirarlo para ponerme de buen humor. La intimidad de su mano alrededor de la mía era más que suficiente.
—¿Pablo? Nos conocemos de toda la vida Apartó mis piernas y se arrodilló entre mis muslos. Sus manos se cerraron alrededor de mis rodillas. Lo observé, sin aliento. Temblando de adentro hacia afuera. Su agarre me quemaba a través de la mezclilla.
Arqueó una ceja.
—Estoy escuchando. Su nombre es Pablo.
Tomé una bocanada de aire.
—Su hermana, Cande, es mi mejor amiga.
Él continuó. Mirándome, sus manos rozaron la parte superior de mis muslos y se deslizaron bajo mi sudadera para establecerse en la cinturilla de mis vaqueros.
—Continúa.
—Ellos siempre me hicieron sentir como parte de su familia. Creo que pasé más tiempo en la casa de los Marinez que en la mía. Son realmente una gran familia. Barbacoas. Viajes en familia a Disney, ¿sabes? Ese tipo de cosas.
Esas manos cálidas mantuvieron su movimiento, avanzando por debajo de mi sudadera y pasando sobre mi vientre. Su pulgar hizo un movimiento rápido, abriendo el broche de mis vaqueros. Su atención centrada allí. Me quedé inmóvil, tragando mis palabras.
Levantó la mirada.
—Uh-huh. Sigue hablando.
Aspirando hondo, continué.
—Nunca he estado en Disney World. Ellos todavía van en familia. Como todos los años. —Dios. Ahora estaba balbuceando. ¿Realmente estaba hablando de Disney World?
Levantó mi sudadera, tirando de ella por encima de mi cabeza en un movimiento rápido. Cayó al suelo.
Me senté en mi sujetador delante de él. Bajé la mirada, verificando el color. Blanco con un lazo amarillo situado entre mis pechos.
Me estremecí. Claro, había estado prácticamente desnuda antes con él, pero esto se sentía diferente. Tal vez porque estábamos aquí, en mi habitación. O tal vez porque era todavía muy nueva en esto. Tan nueva, que no podía parar de temblar como la gran virgen que era. O tal vez era la forma en que me miraba. Como si fuera la última mujer sobre la tierra.
—¿Qué decías? ¿Disney?
—Ellos van juntos. Los Martinez. Son buena gente. —Mi voz ni siquiera sonaba como la mía. Era más como un graznido ahogado—. Pablo es una buena persona. Quiere ser doctor.
Puso la palma de su mano justo debajo de mi sujetador, extendiendo los dedos, casi cubriendo mi estómago completamente, las puntas de sus dedos rozando mis costillas.
—Suena como un santo. —Inclinó la cabeza, evaluando, mirándome, consumiéndome con sus ojos.
Todo lo que podía pensar era: Espero que no. Un santo nunca me miraría de la manera en la que Peter lo hacía en este momento, y yo quería eso. Necesitaba eso. Su otra mano se deslizó en torno a mi espalda. Trazó mi espina dorsal, acariciando cada protuberancia de las vértebras. Me hizo sentir femenina, pequeña y delicada. Como algo que debe ser adorado.
De repente movió ambas manos para agarrar mi torso. Estaba completamente descubierta en el momento en el que me alzó en el aire y me dejó caer sobre la cama. Aterricé sobre mi espalda con un pequeño grito. Gracias a Dios que no quería que siguiera hablando de Pablo. No podría hablar coherentemente. Ya no más. Ni siquiera hace cinco minutos.
Levantándose, desató mis zapatos y los tiró fuera. Cada uno cayó al suelo con un ruido sordo.
Se acomodó sobre mí, apoyando sus codos a cada lado de mi cabeza.
Su rostro estaba tan cerca. Sentí su mandíbula cuadrada, deleitándome en su piel y en su barba. Se mantuvo quieto y me dejó seguir explorando su rostro, trazando el arco de sus cejas, por encima del puente de su nariz, los labios bien tallados.
Se movieron en contra de mis dedos mientras hablaba.
—Siempre y cuando lo mires de esa manera, él será tuyo.
Moví mi mano ligeramente.
—¿Cómo te estoy mirando?
Se acomodó más profundamente entre mis muslos. Una mano se deslizó entre mi espalda y el colchón. Con un movimiento, desabrochó el sujetador y lo liberó.
—Como si me quisieras comer.
—Oh.
Bajó la cabeza. Me estremecí cuando presionó un beso en la punta de mi seno. Ohhh. Luego el otro. Pasé los dedos por su cabeza. Su boca se cerró sobre mi pezón, tirando de mí en el calor húmedo de su boca. Di un grito ahogado y me empujé contra él.
Arañé su camisa, retorciendo la tela, con ganas de sentirlo piel con piel.
Se sentó, alcanzó detrás de él y se la sacó por la cabeza, luego volvió a bajar sobre mí. Esta vez estábamos pecho con pecho. Su dureza con mi suavidad. Su boca encontró la mía con avidez. No fue dulce, suave ni lento. Me besó profundo y duro. Le devolví el beso, pasando mi lengua a lo largo de la suya, lamiendo sus dientes.
Me mordió el labio, tirando de él con los dientes. Gemí, levantándome por él. Me evadió y gruñí, persiguiendo su boca hasta que me dejó tenerlo de nuevo con una satisfactoria colisión de labios y lengua. Mis manos recorrieron sus hombros, deslizándose por su espalda lisa. La piel expandiéndose y ondulándose bajo mis manos.
Retrocedió y me miró, sus ojos azules tan profundos y penetrantes que casi brillaban de color plata. Su aliento se estrelló en el aire mientras su mirada vagaba por encima de mí.
—Peter —susurré, y mi voz sonó casi como una súplica.
—Quiero verte. Todo de ti.
—Yo… —Mi voz se quebró, insegura.
—Puedes confiar en mí.
Asentí, creyendo en eso. Él no era el problema. El problema era yo. Mi temor.
Se movió rápidamente, deslizándose a lo largo de mí. Sus manos fueron a la cintura de mis vaqueros, sus dedos trabajando expertamente. La cremallera sonó brevemente. Deslizó mis vaqueros con facilidad. Lo hizo mejor de lo que yo hubiera podido. Como si quitara los pantalones de las chicas todo el tiempo.
—Estos sí son calientes.
Bajé la mirada, le hice una mueca a las bragas de algodón blanco con pequeños gatitos amarillos. No exactamente el material de diosa del sexo.
Hice un sonido ahogado en mi garganta, parte risa, parte gemido.
—Realmente tengo que comprar algo de ropa interior más sexy.
—Nuh-uh. Estos son calientes. Y prometo que hacen una buena impresión. —Presionó un lento y saboreado beso con la boca abierta justo por encima del borde de mi ropa interior, debajo de mi ombligo. Mis nervios chispearon y saltaron como si hubieran sido tocados con electricidad. Su mano se desvió más abajo, tocando entre mis piernas, y ahora jadeaba. Pequeños gemidos embarazosos que no podía parar.
—Lali, deja que te toque. —El sonido áspero de su voz era probablemente la cosa más sexy que había oído. Él podría haberme pedido cualquier cosa en ese momento —con esa voz y con su mano entre mis piernas— y habría estado de acuerdo.
Asentí, con mi cabello alborotándose. Su mano estaba dentro de mi ropa interior antes de que siquiera parpadeara.
Sus dedos se movieron con habilidad a través de mí, separándome. Él hizo un gruñido casi animal cuando deslizó un dedo dentro de mí.
Me enderecé, arqueándome en la cama con un grito agudo. Escalofríos me atormentaron. Empujó en ese lugar, el que había encontrado antes, con la base de su palma.
—Tan mojada. —Apenas oí su susurro mientras me sostenía firmemente en sus duros hombros. Enterró la boca en el hueco de mi cuello y me dio un beso allí mientras sacaba y enterraba su dedo, dentro y fuera de mí una y otra vez. Más profundo. Más íntimo, estirándome. Grité, cerrándome a su alrededor con músculos que no sabía que poseía. Mis brazos se envolvieron alrededor de sus hombros, aferrándome a él como una boya en el mar mientras las olas se arremolinaban sobre mí.
Nos quedamos así por un momento interminable. Un inmenso letargo se apoderó de mí. Sus manos se deslizaron fuera de mis bragas y me tiró contra su costado, sosteniéndome. Tan saciada como me sentía, estaba alerta y despierta, aún no dispuesta a conciliar el sueño.
Me acurruqué más cerca de él, contenta por este momento en el que estaba bien tocarlo y dejar que me tocara. No sería así mañana. Tal vez nunca más.
Aproveché la oportunidad para preguntarle lo que venía inquietándome desde que me enteré de que llevaba Mulvaney’s por su cuenta.
—¿Son solo Agus y tú?
El silencio siguió a mi pregunta y lancé una mirada a su rostro. Me miró, examinándome.
—Agus se encuentra todavía en la secundaria, ¿verdad?
—Sí. Es un estudiante de último año. Él sólo coge un turno aquí y allá. Juega al béisbol. Con la esperanza de poder obtener una beca.
Entonces Agus debía de vivir en una casa cerca de la de los Campbell. Con sus padres, imaginé. Alguna casa de campo antigua y pintoresca, como la de los Campbell. Con un estanque. Y patos. Tal vez su madre llevaba un delantal mientras les daba pan sobrante de comer. Un escenario familiar idílico. Sabía que estaba idealizando su vida. Bueno, a él. Simplemente no podía detenerme. Siempre hacía eso cuando conocía a la gente. Imaginar sus vidas perfectas. Vidas normales.
—Entonces ¿sólo vives tú allí, encima del bar?
—Sí. —Sus manos trazaron un modelo delicioso en en mi brazo.
—¿Qué hay de tus padres? ¿No les importa?
—Mi madre murió cuando yo tenía ocho años.
—Oh. Lo siento. —Me humedecí los labios—. ¿Y tu padre?
—Está en una silla de ruedas. Hace dos años.
—Dios, lo siento mucho. Eso debe ser duro. —¿Así que por eso estaba llevando el bar todo por su cuenta? Su padre ya no podía. Quería sonsacarle más información, pero de repente él lucía tan inaccesible. Tan inalcanzable. Al parecer había tocado un tema del que no le gustaba hablar. Podía entender eso. Tenía mis propios fantasmas que mantenía firmemente detrás de puertas cerradas.
Aun así, quería decir algo. Ofrecerle un poco de consuelo. Me incorporé sobre un codo para mirarlo, abrazando la manta contra mi pecho mientras pasaba una mano sobre su pecho en un pequeño movimiento circular.
—No me mires como si fuera algo noble —dijo en voz baja, con el ceño fruncido, sus ojos azules repentinamente helados—. Soy el que lo puso allí.
Esta vez sentí mi boca caer abierta. Escuché mi jadeo. Mi mano se congeló en su pecho.
—Así es. Ahora ya sabes qué tipo de persona soy. Trabajo el bar porque mi viejo no puede. Porque es su legado y es lo menos que puedo hacer por él después de paralizarlo. —Hizo un sonido en la parte posterior de la garganta. Mitad gruñido, mitad resoplido de… algo. ¿Tal vez enfado? Conmigo o él mismo, no estaba segura.
Negué con la cabeza.
—Yo…
—No deberías estar perdiendo el tiempo conmigo. —Se levantó bruscamente y agarró su camisa desechada. Poniéndosela sobre su cabeza, continuó con voz dura—: Esto fue muy divertido, pero creo que has tenido suficientes juegos previos, ¿no crees? Estas más que lista para tu chico de fraternidad usa-polos.
Lo observé, con el cuerpo delgado abandonando el círculo de luz emitido por mi lámpara, hasta que se quedó en la sombra cerca de mi puerta. Una parte de mí quería llamarlo y asegurarle que se había equivocado. ¿Pero equivocado en qué? ¿Que no estaba perdiendo el tiempo con él? ¿Que esta noche no fue suficiente de alguna manera? ¿El hecho de que en realidad no podía haber hecho lo que dijo y dañado a su padre? No sabía casi nada de él. No podía decir nada de eso.
Dejé que mis instintos se sobrepusieran. Los mismos instintos que me ayudaron a sobrevivir después de que murió mi padre, cuando éramos sólo mi mamá y yo. Lo vi salir de mi habitación y cerrar la puerta tras de sí. Abrazando la manta, me levanté y cerré con llave.


—Espera. ¿Dijo que puso a su padre en una silla de ruedas? —demandó Euge sobre un montón de panqueques en nuestra tienda favorita de waffles a unas cuadras del campus. Su tenedor cortó un trozo de salchicha y luego lo arremolinó con el jarabe. Tiró de la reluciente carne de su tenedor con un chasquido de dientes y masticó, mirándome como su se concentrara en algo complicado.
Rochi se encogió de hombros y bebió de su café, ajustando cuidadosamente sus lentes con estampado de leopardo sobre el puente de su nariz e inclinando la cabeza hacia la ventana de su derecha. Apenas tocó el tazón de avena que había frente a ella, el cual la obligué ordenar, insistiendo en que se sentiría mejor con algo de comida en el estómago.



 —¿Cómo puedes comer todo eso?
—Puedo comer así porque corro cinco días a la semana y no me emborracho —respondió Euge, cortando un trozo en forma de triángulo de su monte de panqueques con el tamaño perfecto de un bocado—. Ahora. De regreso al camarero. ¿Le preguntaste a qué se refería con eso?
Jugueteé con mis papitas fritas, tentándolas
. —No. Tenía prisa por irse después de esa aceptación. Para ser honesta, también tenía prisa porque se fuera.
—No bromees. —Rochi suspiró—. Los ardientes siempre son unos sociópatas.
—¿En serio? —La miré a través de la cabina—. ¿Siempre? —Miré a Euge en busca de ayuda—. ¿Siempre?
Ro gimió, tocándose la frente.
 —Eres demasiado ruidosa. Si no son sociópatas, al menos están dañados.
—Ahora dímelo. Si ese es el caso, ¿entonces por qué tenías tanta prisa por engancharme con el chico más ardiente que pudieras encontrar?
—¿Querías que te enganchara con alguien doméstico que no tuviera habilidades en la cama? Pensé que el punto era darte algo de experiencia.
—Ignórala. —Euge movió su cabello en el aire—. Está de malas porque tiene resaca. Pablo es ardiente y no está dañado. Lo mismo se puede decir de mi novio.
Rochi murmuró algo en su taza de café que sonó sospechosamente como
—: ¿Estás segura de eso?
Euge le disparó una mirada.
—Divertido.
—Solo digo que nunca sabes qué hay realmente dentro de alguien.
—Bueno, ese es un pensamiento alegre. —Euge agitó la cabeza y se estiró para coger su jugo—. Escucha, dudo que lo dijera en serio. Tal vez su padre se lastimó en el trabajo, trabajando largas horas para mantener a la familia, y Peter se culpa. Ya sabes, algo como eso. El chico obviamente no lastimó a su propio padre o estaría en la cárcel. Y si fuera así de malo, ¿por qué se sentiría obligado a llevar el negocio de su padre?
—Tal vez quería el negocio para él solo —ofreció Rochi.
—Dios, estás llena de optimismo hoy —espetó Euge.
—Lo siento, solo no quiero que Lali salga herida, y está comenzando a sonar como alguien capaz de hacer eso.
Euge tomó un sorbo de su jugo y pareció considerarlo. Igual que yo. Lo hicimos dos veces, y cada vez vino a mí sin expectativas para él mismo. Pudo haberme herido muchas veces.
ugeE mojó más salchicha en su sirope.
 —Solo creo que necesitas averiguar a qué se refería.
—Sí —murmuré. A la luz del día, mi instinto de conservación había disminuido. Ahora me embargaba la curiosidad. ¿Qué le pasó realmente al padre de Peter? Un chico que se detenía para ayudar a una chica varada a un lado de la carretera no era el tipo que pondría a alguien en una silla de ruedas. Especialmente a su padre—. Quiero saber.
Rohi murmuró algo en su taza de nuevo.
—¿Qué? —demandé.
Levantó sus ojos azules hacia mí sobre por encima del borde.
 —Ya sabes lo que dicen. La curiosidad mató al gato.
Aun cuando había decidido ver a Peter de nuevo y llegar al fondo de su confesión, me tomó varios días llegar a ello. En parte por mi voluntad vacilante y en parte porque estaba ocupada. Entre escribir un ensayo
para literatura universal, estudiar para mi examen de psicología anormal, y trabajar dos turnos en Little Miss Muffet, apenas tenía tiempo de dormir.
Probablemente era lo mejor, de todas formas. Necesitaba un poco de espacio para recordar por qué comencé todo este asunto con Peter. Era puramente curiosidad lo que me evitaba el dejarlo atrás para bien. Al menos eso era lo que me dije después de entregarme y encontrar un lugar en el estacionamiento de Mulvaney’s. Cerca de la entrada del bar, el tentador aroma de las alas de pollo me asaltó. Aparentemente era noche de alas a diez centavos. El lugar estaba lleno de chicos rechonchos de rugby. Algunas chicas se sentaban en mesas llenas con canastas de alas. Ellas también parecía como si pertenecieran al equipo de rugby masculino.
Me acerqué al espacio abierto en medio de la habitación, y fue como la última vez que estuve ahí, todo otra vez, cuando todo el mundo se había dirigido al exterior después de la última llamada y el espacio se sintió grande y cavernoso. No había señales de Peter en la barra, pero reconocí al viejo camarero con el bigote. Él también me reconoció, aparentemente.
 —Hola, Roja. ¿Qué puedo hacer por ti?
—¿Está Peter por aquí?
—Hoy no. Está enfermo.
—¿Enfermo?
—Sí. Me llamó esta mañana. Preguntó si podría cubrirlo. —Encogió un hombro—. Dije, ¿por qué no? Los jueves son tranquilos. —Señaló una canasta llena de huesos de alas de pollo cerca de su codo—. Puedo tener todas las alitas que quiera y mirar televisión aquí tan bien como en casa. —Asintió hacia la televisión posicionada en lo alto de la esquina sobre la barra. Sin el estruendo usual, de hecho podía oírlo.
—¿Qué le pasa?
—No lo dijo. Solo sonaba como la muerte recalentada. Espero no contagiarme. —Sus ojos destellaron hacia mí con una luz conocedora—. Y espero que tú tampoco. —Sonrió, y eso fue suficiente para saber que pensaba que Peter y yo éramos más que amigos. Asumía que éramos el tipo de amigos que podrían compartir algunas cosas. Incluyendo virus.
Con mejillas sobrecalentadas, agité la mano para despedirme.
—Gracias.
Me dirigí de regreso a la entrada, dudando cerca del mostrador de comida. Algunos chicos permanecían en la fila. La misma chica que nos había visto a Peter y a mí entrar en su habitación la otra semana, tomaba órdenes. Rondé por ahí por un momento, mirando hacia la parte trasera
de la cocina como si de alguna forma pudiera escabullirme hasta la habitación.
Oh, ¿qué demonios?
Me moví, abriendo el picaporte de la media puerta que llevaba a la cocina. La chica detrás del mostrador comenzó por un segundo y me miró, una protesta formándose en sus labios. Cuando su mirada se enfocó en mi cara, dudó, claramente reconociéndome.
—Hola. —Le dediqué un ligero asentimiento, actuando, esperanzada, como si tuviera todo el derecho de andar por la cocina.
—Uh, hola —respondió, aun pareciendo insegura. Sentí su mirada en mi espalda mientras me adentraba en las entrañas de la cocina, donde el sonido de comida friéndose en grasa llenaba el aire. Ninguno de los cocineros me prestó atención.
Esperando que la puerta estuviera desbloqueada, intenté con la manija, liberando un suspiro de alivio cuando se abrió. Cerrándola detrás de mí, amortiguando los sonidos de la cocina, subí las escaleras. En la cima, tragué y llamé.
—¿Quién está ahí?
—Lali.
Un gruñido me respondió. No la bienvenida más sentida. Ignorando ese hecho, llegué a la cima.
La visión de la cama, las sábanas todas arrugadas a su alrededor, me golpeó como un déjá vu. Se parecía mucho a la última vista que tuve de él la noche que me escabullí. Especialmente considerando la cantidad de piel desnuda visible. Una mirada rápida reveló que usaba unos shorts de deporte. Agradecida por eso, me acerqué lentamente a la cama.
—Escuché que estabas enfermo.
—Muriendo, para ser más específicos —graznó, su brazo voló sobre su cara, escondiendo todo menos sus labios. Labios que parecían cenizos y carentes de color—. Vete.
—¿Qué está mal? ¿Además del hecho de que te estás muriendo?
—Solo digamos que el retrete y yo estamos de pronto en primera base.
—¿Con que frecuencia estás vomitando?
—No lo sé… creo que se ha reducido.
Sin responder, me moví hasta el refrigerador y miré dentro. Sacando un litro de Gatorade, serví medio vaso y agregué dos hielos.


Caminando de regreso a la cama, me senté en la orilla, a su lado.
Me miró por debajo de un brazo. Sus ojos estaban enrojecidos, el blanco de sus ojos era rojo. Sus iris azules se veían claramente en el relieve.
 —Dije que te vayas.
—Aquí. Toma un trago. No quieres deshidratarte. —Le acerqué el vaso a los labios.



Negó con la cabeza y lo alejó.
—No puedo contener nada.
—Tal vez te intoxicaste.
—Comí lo mismo que alguien más anoche. Ella no está enferma.
Ella. No sé por qué, pero esa sola palabra me sacudió e hizo que me diera un vuelco el estómago. Lo cual estaba mal. No tenía derecho sobre él. No quería tener derecho sobre él.
Puse el vaso en su mesilla de noche y toqué su frente, haciendo una mueca ante el calor de su piel.
 —También tienes fiebre.
—No deberías estar aquí. —Esta vez su voz era menos amarga—. También te enfermarás.
Negué con la cabeza.
 —Nunca me pongo enferma. Segundo año trabajando como niñera. Tengo constitución de hierro.
—Debe ser lindo. —Sus párpados se cerraron.
Le fruncí el ceño. Tenía que trabajar en unas horas, pero no me sentía bien dejándolo así.
—¿Tienes un termómetro? ¿Has revisado tu temperatura?
Abrió un poco los ojos.
 —Estoy bien. Estaré bien. Puedes irte. No tienes que cuidarme. He estado haciéndolo por años. —Sus se cerraron sobre esos brillantes ojos azules.
Me senté ahí por un momento, mirándolo. Su pecho caía en lentas y uniformes respiraciones, y supe que se había dormido de nuevo. Pasé una mano por su frente. Aún se sentía demasiado caliente. No era totalmente ajena a cuidar gente enferma. Había vivido con mi abuela durante años, después de todo. Había visto lo que podría pasar cuando la gente no se atiende a tiempo. Sí, él era joven y fuerte, pero uno nunca sabe.
Levantándome, salí del desván y cruce la cocina de nuevo.
Cinco minutos después estaba en la farmacia a la vuelta de la esquina. Agarrando una canasta de mano, la llené con un termómetro, Pedialyte, Sprite y más Gatorade. Arrojé un Tylenol con la esperanza de que también pudiera contener algo de eso, y añadí galletas saladas, gelatina y un par de latas de sopa de fideos de pollo para cuando se sintiera un poco mejor. Un empleado me ayudó a encontrar algunos de esos pequeños paquetes congelados para la cabeza. Si no podía retener el Tylenol, podría presionar esto contra su cabeza.
Diez minutos después, caminaba de regreso dentro de Mulvaney’s. le dediqué un rápido asentimiento a la cajera. Una sonrisa tocó sus labios mientras miraba las bolsas en mis brazos.
Cuando entré de nuevo en el desván fue para encontrar la cama vacía. Luego lo escuché en el baño.
—¿Estás bien? —grité.
Algunos minutos pasaron antes de que saliera, secando su boca con una toalla pequeña.
 —El Gatorade no fue tan buena idea.
Sonreí.
 —Lo siento.
Sus ojos rojos me escanearon, permaneciendo en donde las bolsas blancas de plástico colgaban de mis dedos.
Tiró la toalla de regreso al baño en un fuerte movimiento. Mi mirada se embebió de cada músculo y tendón en sus brazos y torso. Aún enfermo, lucía fuerte, poderoso y sexy como el infierno. Parpadeé rápidamente, alejando la observación totalmente inapropiada. Ahora no era el momento. Y realmente después de la admisión del otro día, no estaba segura de sí habría algún momento para ese tipo de observaciones de nuevo.
Tomó varios pasos arrastrándose hacia la cama.
 —Regresaste. —No era una pregunta.
—Sí.
—Y fuiste de compras.
—Sí. Solo traje algunas cosas que podrías necesitar.
Fui a la cocina y aparté las cosas frías, poniendo los dos pequeños paquetes de hielo para su cabeza dentro del congelador. Abriendo el paquete del termómetro, leí las instrucciones y lo acerqué a él.
Me miró con ojos rasgados, mirando el artículo como si lo fuera a morder. O tal vez era solo yo en general.
 —¿Compraste un termómetro?
—Sí. —Sentándome en el borde de la cama, presioné el botón y deslicé el rodillo por su frente. Alejando la mano, leí
—: Treinta y nueve con once. Deberíamos darte algo de Tylenol.
Señaló su vaso vacío.
 —Todavía no puedo contener nada.
Asentí.
 —De acuerdo. —Levantándome, busqué una toalla en el baño y la puse bajo el agua fría. Eso podría funcionar hasta que los paquetes de hielo estuvieran lo bastante fríos. Sentándome en la cama de nuevo, puse la toalla en su frente. Alejándome, jadeé cuando me agarró de la cintura. Aún enfermo su agarre era fuerte.
Sus ojos me perforaron.
 —¿Por qué haces esto?
Me encogí de hombros, incómodamente.
 —No lo sé.
Negó con la cabeza una vez como si no fuera lo bastante bueno.
—¿Por qué estás aquí?
Sus dedos se desplazaron, las puntas enviando pequeñas chispas de calor por mi brazo. Debería lucir ridículo con una toallita azul cubriendo su cara, pero no lo hacía. Lucía humano y masculino, y demasiado vulnerable justo entonces.
—Porque necesitas a alguien.
Esta era la simple verdad, pero las palabras colgaron entre nosotros, y me di cuenta de que sonaron como mucho más de lo que pretendía. Sus dedos se deslizaron de mi muñeca, y exhaló un suspiro pesado, como si de repente recordara que estaba enfermo y no pudiera lidiar con esto… conmigo, en este momento. Sus ojos se cerraron de nuevo. Casi instantáneamente, se durmió.
—Sí, siento avisar con tan poca antelación, pero no la puedo dejar sola. Está demasiado enferma—. Me detuve y escuché mientras Beckie se compadecía y me aseguraba que estaba bien—. Gracias por entender. Te veré el sábado.
Colgué el teléfono en su base, sintiéndome un poco mal por esperar hasta el último minuto para hacer la llamada, pero me había tomado casi dos horas decidir que no podía dejar a Peter sólo. O no lo haría. De cualquier manera, me había resignado a ocupar el papel de enfermera, aunque él no lo había pedido. Aunque él no quería esto de mí.
—¿Supongo que soy la "Ella" de la que estabas hablando?
Me di la vuelta para encontrarme con la mirada de Peter.
 —Estás despierto.
Se apoyó en el colchón y se irguió en la cama, apoyando la espalda contra las almohadas apiladas en la cabecera.
—¿Durante cuánto tiempo estuve durmiendo?
—Casi dos horas.
Suspiró y se pasó una mano por la cara.
—Y no me enfermé. Está bien. Quizá pueda tomar ese trago ahora. —Miró hacia su izquierda y, al ver que el vaso vacío ya no estaba (ya lo había lavado), sacó las piernas de la cama.
—No. No te levantes. —Me apresuré a la cocina, serví un vaso pequeño de Gatorade, y saqué dos pastillas de Tylenol.
Cuando regresé, tomó las pastillas y las colocó en su lengua, y las tomó con un cuidadoso trago.
—Gracias. —Colocó el vaso en la mesita de noche—. De verdad no tienes que faltar al trabajo por mí.
—Demasiado tarde. Además —Señalé hacia la mesa de su cocina en donde estaban esparcidos mis libros—, tengo que estudiar. —
Había sacado mi bolso del coche después de que se durmiera.
Asintiendo, se puso de pie, dirigiéndose inmediatamente hacia mí.
Levanté una mano como para estabilizarlo, aunque toda esa piel tatuada desnuda hacía que mi pulso saltara un poco, me hacía recordar la otra noche. Ambas noches. Aquí, y en mi dormitorio. Ahora parecían más un sueño que reales. Mi cuerpo enredado con… todas sus líneas delgadas, fuertes ángulos y músculos curvilíneos. Sus manos tocándome en lugares que nunca había tocado nadie. Mi mirada pasó por su cuerpo. Y ahí estaba esa peligrosa parte de él, con la mitad de su torso tatuado.
Como sí debiera estar una celda de prisión levantando pesas con otros convictos. No conmigo. Bajé las manos desde donde colgaban sobre sus bíceps y me humedecí los labios resecos.
—¿Que haces? Deberías quedarte en cama. —Sobre tu espalda. Débil y enfermo, y mucho menos intimidante.
Su boca se levantó en una media sonrisa de satisfacción
. —Voy a tomar una ducha. Estaré bien, mamá. —Me sonrojé. Tendía a ser maternal. Rochi y Euge siempre lo decían.
Lo que era irónico considerando que nunca había tenido ese tipo de madre. Pero cuando creces en una comunidad donde las personas, incluyendo a tu propia tutora, estaban frecuentemente enfermos, esto iba con el territorio.
Observé mientras se movía hacia el baño, con el juego de las luces sobre los músculos debajo de la piel dorada de su espalda hipnotizándome. Sus pasos eran mucho menos fluidos y seguros de lo normal. En la puerta del baño, se detuvo y miró hacia atrás por encima de su hombro.
 —Puedes quedarte. Si quieres. —Miró de nuevo a la mesa en donde estaban todos mis libros—. Estudia aquí.
Asentí, mi corazón dando un pequeño salto loco. Se giró de nuevo y se encerró en el baño. El sonido de la ducha pronto salió a través de la puerta.
Mi corazón aún se sentía tontamente encendido cuando conseguí sábanas frescas de un estante cerca de su cama. Quité las sábanas viejas y luego las reemplacé con las nuevas. Estaba acomodando las almohadas cuando salió de la ducha diez minutos después. Se detuvo, frotando una toalla sobre su cabeza.
—¿Cambiaste las sábanas?
Levanté la cara hacia él y le dediqué una sonrisa. Lucía casi confundido.
—Estabas enfermo… Pensé que podrías querer sábanas frescas.
Me miró solemnemente. Como si estuviese tratando de entenderme. Mi sonrisa decayó. Porque eso nunca pasaría. Nunca podría permitir que sucediera. Dios, primero tendría que entenderme yo misma, y eso era una lucha constante.
Justo cuando pensaba que sabía lo que quería en la vida y quién era, recibiría una llamada de la abuela, deprimida por mi papá. Hablaría sobre cómo todo se fue al diablo cuando él se casó con mi madre. Sobre cómo él debería de haberse casado con Carlos Esposito, su amor de la escuela, que ahora estaba casada con un farmacéutico y tenía cuatro niños. Y si no fuese mi abuela, tendría una de mis pesadillas, y esta sería como si tuviera diez años de nuevo, escondiéndome en las sombras y rezando por tener una capa de invisibilidad. Esa había sido mi fantasía. Otras niñas pequeñas soñaban con castillos. Yo soñaba con la invisibilidad. En ese entonces no sabía nada, y aún estaba tratando de entenderme.
Hasta ahora había cambiado mi especialidad de estudio tres veces, estableciéndome finalmente en psicología. Como sí convirtiéndome en terapeuta y ayudando a otros con sus problemas pudiera de alguna manera ayudarme a mí misma a superar los míos.
Sólo había una irrefutable verdad en mi vida. Sólo una cosa que sabía. Pablo era bueno. Pablo era normal. Y yo quería eso. Corrección: él. Lo quería a él. Que yo supiera. Ese era el plan.
—Gracias —dijo—. Por hacer esto. Por estar aquí.
—¿Quieres intentar comer algo? —Fui a la cocina—. Tengo sopa de pollo y fideos. Gelatina. Galletas.
—Puede que esté preparado para un poco de gelatina.
Tomé una de las pequeñas copas del refrigerador y se la pasé. Abrió los armarios y agarró una cuchara. Apoyándose contra la encimera de la cocina, me estudió.
—¿Ya comiste?
—Almorcé tarde y merendé algunas galletas mientras dormías. Estoy bien.



No hay comentarios:

Publicar un comentario