jueves, 20 de agosto de 2015

capitulo 18,19 y 20




Entrar en la casa Campbell era como volver al hogar. Sólo que no había conocido ningún hogar. La Sra. Campbell me saludó, ajustando sus pendientes, mientras sus dos hijas corrían junto a ella y se lanzaban hacia mí.
Me agarré de ellas con un jadeo, levantándolas a ambas del suelo.



—¡Lali! —gritaron al unísono—. ¡Te extrañamos!
—Hola, chicas —jadeé—. ¡También las extrañé!
—¿Te gustan nuestros disfraces? —Ambas se bajaron de nuevo para modelar y girar en sus trajes.
—Yo soy una mariquita —anunció Luz, con su falda de gasa negra.
Alili saltó varias veces para ganar mi atención.
—¡Soy una princesa!
—Están impresionantes. Estos son como los mejores disfraces que he visto nunca. Ni siquiera las reconocí hasta que oí sus voces.
Me abordaron una vez más, codeándose entre sí para obtener una mejor posición. Para tener dos años, Luz se mantuvo bastante bien contra su hermana de siete años. Me tambaleé, haciendo una mueca cuando pisé lo que se sentía como una Barbie. Miré hacia abajo. Sí.
La Sra. Campbell cerró la puerta detrás de mí.
 —Gracias por venir, Lali. Me han estado molestando todo el día por saber cuándo llegarías.
Dejé caer mi bolso cerca de la puerta bajo el peso de las niñas retorciéndose y reajusté mi agarre sobre ellas.
 —No me perdería la oportunidad de pasar el rato con mis monos favoritos.
—Estoy lista. Permíteme animar a Michael. Hemos tenido una pequeña crisis hoy. El triturador de ibasura murió sobre nosotros. —Le lanzó una mirada con los ojos entrecerrados a su hija mayor—. Alili podría haber decidido tirar algunas canicas por el desagüe.
El rostro de Alili pasó al color rosa. Froté su pequeña espalda, reconfortándola.
Sacudiendo la cabeza, pero aún sonriendo, la señora Campbell hizo un gesto con la mano para que la siguiera dentro.
 —Vamos. Hice espaguetis y tengo pan de ajo en el horno.
—Huele delicioso.
—Gracias. Es la receta de mi madre —dijo por encima del hombro—. Michael probablemente preferiría quedarse aquí y comer eso que la cena de cinco platos en Chez Amelie esta noche.
Incluso sin el rico aroma del ajo, la carne y los tomates, la renovada casa de campo siempre olía bien. Como a vainilla y hojas secas.
Con Luz y Alili pegadas, sus delgadas piernecitas envueltas alrededor de mí como ramas trepadoras, me las arreglé para seguir a su madre a través de la sala de estar (evitando Barbies adicionales) y entré en la cocina, donde el Sr. Campbell se detenía sobre un tipo que estaba medio sepultado en el armario abierto debajo del fregadero de la cocina, con sus largas piernas revestidas con vaqueros sobresalían en la cocina, con varias herramientas rodeándolo.
—Michael. Nuestra reserva es en cuarenta minutos. Tenemos que irnos. ¿Puedes, por favor, dejar a Peter en paz?
Mi estómago tocó fondo. ¿Peter?
Mi mirada se fijó en esas largas piernas que sobresalían de debajo del fregadero. Su rostro estaba más allá de mi visión, pero podía distinguir la familiar flexión de su tatuado bíceps y su antebrazo mientras trabajaba. Mis labios hormiguearon, recordando cómo se había movido su boca sobre la mía, y me tomó todo lo que tenía no extender la mano y tocarme los labios.
El Sr. Campbell le disparó una mirada suplicante a su esposa e hizo un gesto hacia el fregadero, hacia Peter, en realidad.
 —Casi hemos terminado.
Ella parecía al borde de la risa.
 —¿En serio? ¿Hemos? —Me envió una mirada de complicidad—. Tuvimos que pedir refuerzos. Michael es contador. No es el hombre habilidoso.
—Excelente. —El rostro del señor Campbell se sonrojó—. Todos hemos escuchado eso, cariño.
Ella se encogió de hombros. —Tal vez deberías tomar algunas de esas clases de fin de semana en Home Depot y dejar de llamar a Peter cada vez que algo se rompe.
El Sr. Campbell se subió las gafas sobre el puente de su nariz a pesar de que no parecían haberse deslizado.
—Michael. Vamos a llegar tarde —le recordó ella bruscamente.
Él hizo un gesto hacia Peter de nuevo con un rápido movimiento de su mano.
 —Diez minutos más.
La profunda y familiar voz de Peter retumbó desde debajo del fregadero.
—Ya casi termino aquí. Puede continuar, Sr. Campbell.
—Gracias, Peter —La voz de la señora Campbell era toda alivio. Cuando su marido parecía preparado para oponerse, lo interrumpió
—. Michael, trae tu abrigo.
Los hombros del señor Campbell se desplomaron pero asintió. Besó a sus dos niñas y les recordó comportarse.
—Gracias, Peter —gritó, una cierta tristeza en su voz al salir de la cocina.
La Sra. Campbell se volvió hacia mí.
 —Las chicas han tenido sus baños ya. No deberíamos volver demasiado tarde esta noche. Sólo envía un mensaje o llama si necesitas cualquier cosa.
Asentí, conociendo la rutina por ahora.
—Estaremos bien.
—Gracias, Lali.
Ante el pronunciamiento de mi nombre, mi mirada voló hacia el fregadero —al chico de debajo— registrando la forma en que se congeló. Tragué saliva. ¿Cuántas chicas podrían llamarse Lali, después de todo? Él sabía que había cuidado a las niñas de los Campbell antes. Solo tenía sentido que fuera yo la que estaba aquí. La Lali la del bar. La chica a la que besó. La chica que sin problemas le dio su número. No es que me hubiera llamado ni enviado un mensaje. Un nudo se formó en la boca de mi estómago y rápidamente decidí que esto iba a ser incómodo.
La extrañeza crepitaba en el aire. Sabía que yo estaba aquí. Sabía que yo sabía que él estaba aquí. Y la última vez que lo vi me había besado. Se deslizó parcialmente de debajo del fregadero y se apoyó en un codo. Su mirada fija en la mía. Mi pecho se apretó cuando nos miramos el uno al otro. Su camiseta muy gastada abrazaba su pecho, dejando poco a la imaginación. Bajo esa camiseta su cuerpo era firme y musculoso. Digno de recorrer.
—Hola.
Lancé mi mirada hacia su rostro y encontré mi voz.
—Hola —respondí, el sonido pequeño y entrecortado.
Luz comenzó a rebotar contra mí. Me tambaleé, cuadrando los pies en el suelo para mantener el equilibrio.
 —¡Tenemos hambe, Lali!
—Está bien. —Agradecida por la distracción, me desenredé de las niñas y las acompañé fuera de la cocina, llevándolas al baño para lavarse las manos para la cena.
Cuando volvimos varios minutos más tarde, Peter había recogido las herramientas del piso de la cocina y se estaba lavando en el fregadero.
Me miró.
 —Puedes usar este fregadero ahora.
Asentí mientras ayudaba a subir a Luz a su asiento para niños, mis pensamientos removiéndose febrilmente, tratando de inventar algo que decir que no reflejara el caliente lío que era por dentro.
—¿Vas a comer con nosotros, Peter? —preguntó Alili.
Mi mirada se disparó hacia él mientras cerraba la hebilla de Luz en su lugar.
—Vamos a come fideos —declaró Luz, golpeando sus regordetas manos en la cima de la mesa, mientras yo arrastraba su silla para acercarla más.
—Con albóndigas —añadió Alili—. Mamá hace las mejores albóndigas.
—Las mejores, ¿eh? —Peter la miró, considerándola pensativamente, como si lo que estaba diciendo importara de verdad. No como otros adultos, que sólo veían a través de los niños sin verlos realmente. O les hablaban como si fueran una especie de humanos de bajo nivel—. ¿De qué estamos hablando aquí? —Se secó las manos con un paño de cocina y apoyó una cadera contra el mostrador—. ¿De qué tamaño son las albóndigas?
Alili se mordió el labio, pensando, y luego formó un círculo con la mano, aproximadamente del tamaño de una pelota de softball.
—Como de este.
Sonreí ante la ligera exageración.
—Oh, hombre. ¿En serio? Ese es el tamaño perfecto.
Alili asintió, claramente feliz de tener a Peter de acuerdo con su juicio.
Su mirada se deslizó hacia mí.
—¿Te gustaría quedarte? —Realmente. ¿Qué otra cosa podía decir en ese momento?
—Por supuesto.




Las chicas aplaudieron, y rápidamente me moví hacia la estufa y hacia los cuencos que esperaban junto a las ollas de fideos y salsa. Cogí un cuarto cuenco del interior del gabinete.
Girando, salté con un pequeño grito al encontrar a Peter directamente detrás de mí. Las chicas se rieron ruidosamente, Luz resoplando por la nariz.
Levantó las manos, las palmas hacia fuera.



 —Lo siento. Sólo quería ver si podía ayudar.
Asentí, odiando la forma en que mi cara ardía.
 —Sí. Gracias. Eh, ¿podrías servir las bebidas? Hay leche en la nevera.
Abrió un armario
 —el correcto; claramente había pasado algún tiempo aquí— y seleccionó cuatro vasos. Sonreí, notando que tomó dos vasos de princesas con tapas deslizantes para las chicas.
Sirvió la leche mientras yo servía los fideos en cada tazón. Por el rabillo del ojo, vi como puso los vasos sobre la mesa. Sin que se lo dijera, abrió el horno y sacó el pan de ajo de olor celestial del interior.
Con manos temblorosas, traté de concentrarme en servir la espesa salsa roja sobre los fideos, pero era muy consciente de cada uno de los movimientos de Peter. El débil sonido aserrado del cuchillo mientras cortaba el pan en rodajas. La charla tonta de las chicas detrás de nosotros. Era un extraño momento doméstico. Casi podía engañarme y pensar que era real… un vistazo a la vida, al futuro, que quería para mí.
—¡Quiero tres albóndigas! —anunció Alili.
—¿Sí? —dijo Peter mientras llevaba el pan a la mesa—. Me voy a comer catorce.
Alili se rio.
—¡No puedes comer catorce!
Mis labios se curvaron mientras vertía una pequeña cucharada de salsa sobre los fideos de Luz. Sólo lo suficiente para cubrirlos. Puse los cuencos de las niñas delante de ellas, volví a por el mío y el de Peter
—Lo siento —dije, mirándolo a los ojos mientras me sentaba entre las dos chicas
—. No pude encajar catorce en tu cuenco.
—Siempre se puede repetir.
Mi pulso se disparó cuando dijo esto porque durante el más simple segundo miró a mi boca, y fue como si no estuviera hablando de comida.
Alili me proporcionó una bienvenida distracción, echando la cabeza hacia atrás en un ataque de risa.
—¡Eres tan loco, Peter!
Le hizo una cara divertida mientras esparcía parmesano sobre sus fideos y luego hizo lo mismo sobre los cuencos de las chicas. Algo dentro de mi estómago dio un vuelco. Era una cosa extraña, conciliar a este Peter con el tipo del bar.
Me di cuenta de que no lo conocía. No en realidad. Pero esto. Este él. Se sentía… incorrecto de algún modo. Como tratar de encajar a la fuerza dos piezas de un rompecabezas que no coinciden entre sí. Incluso se veía diferente. No fundido en el nebuloso resplandor ámbar del bar, sino en el cálido amarillo de la cocina. No había manera de ocultar el defecto más leve en esta brillante luz, y sin embargo, lo creas o no, se veía aún más caliente.
Alili se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.
 —Mamá dice que comer demasiado da dolor de barriga.
—¿Qué? ¿Esta barriga? —Se hundió en su silla y palmeó su vientre plano—. De ninguna manera. Está hecha de acero. Tendrías que haber visto lo que comí para el desayuno. Mis panqueques se apilaban… —Bizqueando, sostuvo su mano a sesenta centímetros de la mesa—, así de alto.
Luz golpeó una mano sobre su boca, ahogando un jadeo.
—Los tiburones comen neumáticos —ofreció Alili en voz alta, y no del todo en el tema.
Luz asintió sabiamente de acuerdo.
 —Mamá nos leyó eso en mi libro de tiburones. Encontraron un neumático en el vientre de un tiburón blanco.
—Podría comerme un neumático —respondió Peter con absoluta seriedad, lanzando una albóndiga entera dentro su boca y masticando.
Más risas estallaron ante esta declaración.
Sonriendo, giré mis espaguetis alrededor del tenedor y traté de no comparar esta con las cenas de mi infancia, cuando por lo general comía enfrente de la televisión. Si tenía la suerte de estar en una habitación de motel. A menudo era el asiento trasero del coche de mamá. De cualquier manera, rara vez había un microondas a mano, así que comí un montón de espaguetis fríos directamente de la lata
—. Coman, chicas.
Las chicas accedieron, sorbiendo los fideos dentro de sus bocas y haciendo un desastre general. Alili clavó su tenedor en una albóndiga y se la llevó a los labios para darle un bocado. Se comió la mitad de esta antes de que cayera en el recipiente con un plaf, rociando la salsa.
Luz se proclamó llena después de tres bocados, pero la convencí para que comiera un poco más, sobornándola con el señuelo del pan. Todo el tiempo, traté de ignorar la atenta mirada de Peter, con
la esperanza de parecer tranquila mientras limpiaba la salsa de las barbillas de las niñas. Bajando la servilleta, eché un vistazo a Peter, sólo para encontrarlo mirándome.
El calor picaba en mi cara y aparté la mirada rápidamente, metiendo un mechón de pelo detrás de mi oreja con timidez.
—Vamos. —Agité una rebanada de pan hacia Luz—. Un bocado más y puedes tener este delicioso, delicioso pan.
Con los ojos pegados al pan, la pequeña metió una maraña más de fideos en su boca y luego me arrebató el pan prometido de mis dedos.
Alili fue otra historia, devorando felizmente sus espaguetis y pasando a la segunda albóndiga. Tomé mi cena mientras ellas despachaban su leche. Todo lo que masticaba se hundía como plomo en mi estómago. Era difícil comer con Peter frente a mí. Mirando. Comiendo con gusto. Al parecer él no tenía tales problemas.
—Muy bien —instruí cuando las chicas se declararon llenas—. Vamos a lavarnos, ponerles sus pijamas y prepararlas para ir a la cama. Prometo leerles si no se detienen. —Aplaudí una vez—. Vamos.
—Dos historias —engatusó Alili
—Hum. —Fingí pensarlo mucho—. Está bien.
—¡Tres! —gritó Luz, levantando cuatro dedos.
Alili la señaló. —¡Ja! ¡No puedes contar! Estás sosteniendo cuatro…
Cerré la mano alrededor del brazo de siete años, y lo bajé a su costado.
 —Creo que tres historias suena perfecto.
—¡Yay! —Las chicas vitorearon y bajaron de sus asientos, Luz abrió su propia correa de refuerzo en su afán.
—Esperen. Lávense las manos primero. —Las llevé al fregadero de la cocina y las supervisé mientras se paraban en el taburete y se lavaban. Salieron corriendo de la cocina.
Girando, enfrenté a Peter. Me miraba con atención, relajado en su silla, con un brazo reclinado a lo largo de la superficie de la mesa
. —Eres buena con ellas.
—Estaba pensando lo mismo de ti.
Meneó la cabeza.
 —En realidad no. Sólo experimentado. Crecí con un hermano menor que insistía en seguirme por todas partes.
—¿Eso no te molestaba? Creía que los hermanos mayores torturaban a sus hermanos más jóvenes.
—No tanto. Nos llevábamos bastante bien. Aún lo hacemos.
—Tienes suerte —murmuré, tratando de no dejar que la envidia se arrastrase dentro. Pero entonces, ¿quién sabía lo que habría ocurrido si hubiera tenido un hermano o hermana? Puede ser que no hubiera sobrevivido a mi madre. Yo apenas lo hice.
Inclinó la cabeza.
 —Déjame adivinar. ¿Tú y tu hermana todavía son rivales?
—No. Hija única.
—Oh. —
El tono de broma dejó su voz. Me estudió de nuevo. Me hundí en mi silla y jugué con mi comida como si todavía fuera a comerla. Apuñalé una albóndiga bajo su escrutinio
—. Nunca lo habría adivinado. Eres natural con los niños. Una madre nata, supongo. —
Por la forma en que lo pronunció, no se sintió como un halago. Era casi como si la observación lo decepcionara.
—Gracias. —
Suponía que alguien criado en una villa de jubilación (no es que él supiera eso de mí) no necesariamente era experto en la interacción con los niños. Pero entendía a los niños como entendía a los ancianos. Ambos eran por lo general pasados por alto. Carecían de control sobre sus mundos. Entendía lo que necesitaban. Les daba atención. Amabilidad. Respeto.
—Creo que quiero trabajar con niños —
ofrecí, y luego me pregunté por qué le dije nada. No estaba interesado en lo que quería hacer cuando me graduara. Era un camarero. No era Rochi ni Euge. Ni siquiera Pablo. Especialmente Pablo.
El silencio se extendió entre nosotros, y su falta de comentario sólo demostró que no le podían importar menos mis ambiciones. Renunciando a mi plato, usé una servilleta y comencé a limpiar la comida derramada sobre la mesa que rodeaba los cuencos de las chicas. Buena excusa para evitar su mirada.
De repente, murmuró
—: ¿Quieres decir que vas a Dartford y no vas a ser una cirujana o algo del tipo ejecutivo?
Le lancé una mirada.
 —¿Me estás estereotipando?
Se encogió de hombros sin pedir disculpas.
No tenía derecho a sentirme ofendida. No cuando lo había seleccionado a causa de la categoría en la que pensé que caía. Me incliné hacia él, porque todos los rumores indicaban que era un jugador sin igual.
—Gracias por dejar que me quede a cenar.
Ahora yo me encogí de hombros.
 —Por supuesto. Arreglaste su triturador de basura. Estoy segura de que te hubieran invitado ellos mismos.
Genial. Era como si no quisiera que pensara que estaba interesada en él
—cuando claramente lo estaba. Sólo una prueba más de que no era una coqueta calificada.
Un fuerte estruendo seguido de un chillido vino desde el piso de arriba. Sacudí los espaguetis y las migas que había reunido en el cuenco vacío de Alili.
—Será mejor que las instale antes de que alguien pierda un miembro.
Su boca se torció.
 —Por supuesto.
Salí de la cocina, sintiendo un hormigueo en la nuca. Sabía sin necesidad de mirar que estaba observándome mientras me alejaba, considerándome. Si fuera Rochi, probablemente haría esa cosa que hacía ella con sus caderas. Sin embargo, no era Ro. Simplemente era yo.
Treinta minutos y tres cuentos más tarde, volví para encontrar que se había ido. Me detuve y miré con intensidad en torno a la silenciosa cocina en busca de él. Como si se ocultara en algún rincón. Había recogido la mesa, enjuagado y apilado los platos al lado del fregadero, pero se había ido.
Sí. Estaba sólo yo. Yo sin esperanzas.






—¿Por qué estoy haciendo esto otra vez? —Me quedé observando mi reflejo en el espejo. Hojas de papel de aluminio cubrían la parte superior de mi cabeza. Rochi se sentó a mi lado, hojas similares en su cabello mucho más corto. Donde los míos eran solo reflejos de varios tonos de oro y cobre, los suyos eran gruesas rayas magentas.
Tomó un sorbo de su café helado mientras esperábamos que nuestros estilistas volvieran y quitaran el papel de aluminio de nuestro cabello. Con suerte, los resultados no me darían ganas de usar un sombrero para el resto del semestre.
Rochi bajó la copa y se encontró con mi mirada pensativa en el espejo.



 —Esto va a sellar el trato.
—¿Cómo es eso? —le pregunté.
—Bueno. El camarero ardiente te besó…
—Peter —añadí, volteando la página de una revista en la que no estaba muy interesada
—. Y no nos olvidemos de que él me dejó la otra noche sin siquiera un adiós. Así que dejando el beso a un lado, no diría que estoy cerca de cerrar el trato con él.
Ella hizo un gesto con la mano, y continuó.
—Él todavía está interesado en ti. Se quedó y cenó contigo y las niñas, ¿no? Confía en mí. Él te desea.
—Probablemente era sólo hambre —Me quejé en voz baja.
—Más importante aún, Pablo por fin está empezando a entrar en razón.
—Nunca dije que Pablo estuviera…
—Lali, cariño, él está interesado. No se ofrecería a conducir a casa contigo para Acción de Gracias si no estuviera posiblemente, incluso un poquitito —Levantó los dedos, dejando un diminuto espacio entre ellos—, interesado en ti y él. Un tipo no sufriría un viaje de cuatro horas manejando si no fuera así.
—Hmm. —Fue todo lo que dije, tomando un sorbo de mí agua. Mirando mi reflejo, esperaba que la combinación de reflejos color oro y cobre que el estilista insistió en que haría resaltar mi cabello, no fuera un desastre. Por lo que iba a pagar, lo mejor era que esto no pareciera menos que un milagro.
Rohi se inclinó y me apretó la mano.
—Me alegro tanto de que hagas esto.
—¿Dejar que me hagas un cambio de look?
Ella se encogió de hombros.
—Es más que eso. Esto es divertido, Lali. Quiero decir, te amo y eres una gran compañera de estudio y todo… y es bueno que siempre te apuntes para una noche de cine, pero nunca has sido de las que se unen a mí para pasar un día de chicas en el salón de belleza seguido de una noche de fiesta.
Me resistí a señalar que mi presupuesto no me permitía precisamente los viajes al salón de belleza y la manicura. Rochi nunca había tenido un presupuesto para nada en su vida.
La cuenta de su tarjeta de crédito iba directamente a su padre. Tal vez si pensara que ella era perfectamente feliz, me burlaría de ella por ser una niña rica mimada, pero no iba a ir allí. No sabiendo lo que sabía que ella pasaba la mayor parte de sus vacaciones a solas en una casa vacía, mientras que su padre las pasaba con su novia actual. Y no sabía casi nada sobre su madre, excepto que se había vuelto a casar y Rochi la veía quizá una vez al año. Ella era la prueba de que el dinero no prometía la felicidad.
En su lugar, estuve de acuerdo.
—Es muy bonito. Un poco de mimos de vez en cuando no hace daño.
—Bueno, si algún día te conviertes en la señora de Pablo Martinez, estoy segura de que él te dará un montón de mimos.
Simplemente sonreí. Nunca había sido sobre el dinero de Pablo. Era él. Su familia. Lo perfectos que eran todos. Yo quería eso.
Lo necesitaba.
Y sin embargo, no podía olvidar el beso ardiente de un camarero. Me asustó un poco. Me hizo pensar que podría haber un poco de mi madre en mí, después de todo.
Siempre le gustaron los chicos malos. Los hombres que la metían en problemas. Ese había sido mi padre antes de que encaminara su vida y se uniera a la Infantería de Marina. Después de papá, nadie pudo salvarla.
Pero yo no era mi madre. No seguiría sus pasos. No repetiría sus errores. Ya tenía bastantes pesadillas con las que vivir. Me negaba a añadir más.
Nadie pudo salvar a mi madre, pero yo me iba a salvar a mí misma.
—Guau —suspiró Euge dos horas más tarde, cuando regresó a nuestra suite para encontrarnos a Rochi y a mí saqueando —colectivamente— nuestros armarios en busca del conjunto perfecto.
Ya habíamos pasado por el mío y nos trasladamos al de Rocchi y Euge después de que Ro anunciara que el mío era un fracaso supremo.
eEug se dejó caer en la cama, tirando su mochila al suelo. Sus aterciopelados ojos marrones recorrieron mi cabello.
 —¡Te ves increíble!
—¿Cierto? —Rochi asintió, acicalándose como una mamá orgullosa, no injustificada.
Fue responsable por arrastrarme a la peluquería en primer lugar. Había concertado las citas y no aceptó un no por respuesta, hasta que accedí a ir.
 —Ahora necesitamos la ropa adecuada.
Levanté una falda a cuadros azul y amarillo que Rochi había puesto en mis manos.
 —Ayúdame, Euge. Incluso si pudiera encajar en la ropa de Ro, no son yo. No puedo hacerlo.
Miré de nuevo a Rochi, que sacaba una pequeña camiseta naranja de su cajón. Mis ojos se abrieron sin poder hacer nad
a—. Por favor. Déjame ponerme algo de mi armario.
Rochi agitó el trozo de tela naranja hacia mí.
—¡Me voy a congelar en eso! ¡Es microscópico!
—¡No hicimos que tu cabello luciera digno de una sirena de mar sólo para que usaras algo que llevarías a clase en un día cualquiera!
Euge levantó una mano, presenciando la batalla que estaba a punto de tener lugar si la luz combativa en los ojos de Rochi indicaba algo. Juntas, vimos como Euge se trasladó a su armario y comenzó a empujar perchas.
 —Tengo algo perfecto.
La esperanza martilleó en mi corazón. El guardarropa de Euge gritaba elegancia. Todo parecía caro y sexy sin parecer exagerado.
Se volvió y agitó un suéter de cachemira gris que se ajustaba al cuerpo. Lo toqué con reverencia, disfrutando de la exuberante suavidad contra la punta de mis dedos.
 —Oh —suspiré—. ¿Estás segura? Probablemente olerá a bar después. ¿Y si alguien derrama algo en él? —Estaba segura de que costó más de lo que podía permitirme el lujo de gastar.
—Pruébatelo —insistió, empujándolo hacia mí y moviendo la cabeza, rechazando mis protestas.
—Con un sujetador decente —añadió Rochi.
La miré sin comprender.
—Algo con aros para que les den un pequeño empujón.
—Ella hizo un gesto a sus turgentes copas B.
Negué con la cabeza.
—Lo que estoy usando está bien.
—Aquí. —
Euge abrió un cajón y sacó un sujetador rosado. Cerrando el cajón, ella lo agitó hacia mí
—. Las dos somos talla C.
Suspirando, le di la espalda y tiré de mi top por encima de mi cabeza. Desabrochando mi sostén, me puse el sujetador rosa, lo abroché detrás de mí, maravillándome por la sensación de la seda contra mi piel.
Mirando hacia delante, me quedé observando mi reflejo en el espejo colgado en la puerta del armario. El sujetador hacía cosas maravillosas a lo que yo siempre había considerado pechos bastante corrientes. No es que alguna vez los hubiera considerado mucho.
—Oh, rayos —
Rochi me evaluó con los ojos muy abiertos, asintiendo con la cabeza en señal de aprobación. Resistí el impulso de cubrirme con ambas manos
—. Menos mal que no me falta confianza en mí misma, porque esos pastelitos son suficientes para darme un complejo.
Me reí débilmente.
 —Sí, claro.
—Ahora pruébatelo con el suéter —me animó Euge.
Me puse la cachemira increíblemente suave sobre la cabeza y la alisé sobre mi torso. Se ajustaba como un guante.
—¡Sí! —Rochi aplaudió una vez—. No se va a resistir a ti en eso. Y puedes tomar mis botas negras. Por lo menos tenemos la misma talla de zapatos.
—¿Aquellas de cuero hasta la rodilla?
—Sí. —Asintió sabiamente, la luz se reflejaba en sus mechones magenta recién hechos—. También conocidas como las botas “fóllame”.
Le sonreí con ironía.
 —Bueno. No sucederá nada de eso.
—Probablemente no. —Rochi sonrió—. Sobre todo cuando ni siquiera puedes decirlo.
—Puedo decirlo —protesté, mirando la expresión petulante de Ro. Euge se veía como que a duras penas evitaba reírse.


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