El tiempo se detuvo de nuevo. Peter debía de haberle soltado
las muñecas, porque Lali sintió sus propios brazos enrollarse alrededor del
cuello de él. Notó su boca caliente y hambrienta, que la besaba de una forma en
que ningún hombre debería besar y seguir andando libre por ahí. Su aroma,
cálido y almizclado como el sexo, le llenó los pulmones y le penetró la piel.
Peter puso una mano enorme en sus nalgas y la levantó del suelo para alinear
totalmente los cuerpos de ambos, ingle con ingle.
La falda larga suponía un obstáculo, pues le impedía rodear
a Peter con las piernas. Lali se arqueó frustrada, casi dispuesta a echarse a
llorar.
—No podemos —susurró cuando él separó la boca una fracción
de centímetro.
—Podemos hacer otras cosas —murmuró él al tiempo que se
sentaba con ella sobre el regazo, inclinada hacia atrás contra el brazo con que
la sujetaba. Deslizó hábilmente la mano por dentro del amplio escote del
jersey.
Lali cerró los ojos paladeando el placer que le provocaba
aquella palma áspera rozando el pezón. Peter dejó escapar un largo suspiro.
Entonces pareció que los dos contenían la respiración mientras la mano de él se
curvaba sobre un seno, aprendiendo su tamaño y su suavidad, la textura de su
piel.
Peter retiró la mano en silencio y le sacó el jersey por la cabeza; acto seguido le desabrochó con mano diestra el sujetador, se lo quitó y lo dejó caer al suelo.
Lali quedó semidesnuda sobre sus rodillas, respirando cada vez de forma más rápida y superficial, observando cómo la miraba él. Conocía sus pechos, pero ¿cómo serían desde el punto de vista de un hombre? No eran grandes, pero sí altos y firmes. Tenía los pezones pequeños y de color marrón rosáceo, de una suavidad aterciopelada y delicados en comparación con la áspera yema del dedo
que utilizó él para tocar levemente uno de ellos haciendo que la aréola sobresaliera aún más.
El placer inundó el cuerpo de Lali haciéndola apretar las
piernas con fuerza para contenerlo.
Peter la elevó un poco, arqueándola todavía más contra su
brazo, y bajó la cabeza hacia sus senos. Se movió suavemente, sin ninguna
prisa. Lali estaba sorprendida por las precauciones que estaba tomando ahora,
después de sus besos rapaces. Peter rozó con la cara la parte inferior de los
senos, besando las curvas, lamiendo suavemente los pezones hasta que éstos
estuvieron enrojecidos y tan tensos que ya no era posible que lo estuvieran
más. Cuando por fin empezó a succionarla ejerciendo una presión firme y lenta,
Lali estaba tan a punto que era como si él la hubiera tocado con un cable
eléctrico. No podía controlar su cuerpo, no podía evitar arquearse
violentamente en sus brazos; el corazón le retumbaba en el pecho, y tenía el
pulso tan acelerado que empezaba a marearse.
Se sentía impotente; habría hecho prácticamente cualquier
cosa que Peter deseara.
Cuando éste se detuvo, fue por su propia fuerza de voluntad,
no por la de ella. Lo notó temblar, notó su cuerpo fuerte y poderoso
estremecerse contra ella como si tuviera frío, aunque su piel estaba muy
caliente al tacto. Peter la sentó erguida y apoyó su frente contra la de ella
con los ojos fuertemente cerrados y las manos acariciando sus caderas y su
espalda desnuda.
—Si entro dentro de ti —dijo en tono tenso— duraré, digamos,
dos segundos. Si acaso.
Lali estaba loca. Tenía que estarlo, porque dos
segundos de Peter le parecían mejores que ninguna otra cosa que pudiera
imaginar en aquel momento. Lo miró fijamente con los ojos vidriosos y la boca
hinchada y madura. Deseaba aquellos dos segundos. Los deseaba dolorosamente.
Él le miró los pechos y emitió un ruido a medio camino entre
un gemido y un gruñido. Musitando un juramento, se inclinó y recogió el jersey
del suelo y lo apretó contra el pecho de Lali.
—Tal vez deberías volver a ponerte esto.
—Tal vez debería —repitió Lali, en un tono de voz que a ella
misma le sonó turbio. Los brazos no parecían funcionarle; continuaban
enroscados alrededor del cuello de Peter.
—O te pones el jersey, o vamos al dormitorio.
Aquello no era una gran amenaza, pensó Lali, teniendo en
cuenta que todas las células de su cuerpo gritaban: «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Mientras
pudiera impedir que lo pronunciara su boca, lograría ser dueña de sí misma,
pero estaba empezando a albergar serias dudas sobre si iba a poder mantenerse a
distancia de Peter siquiera un par de días, y mucho menos un par de semanas,
tal como habían pensado. La idea de torturarlo ya no le resultaba ni con mucho
tan divertida como le había parecido antes, porque ahora sabía que también iba a
torturarse a sí misma.
Peter le introdujo las manos en el jersey y se lo pasó por
la cabeza hasta colocarlo en su sitio de un tirón. La prenda estaba del revés,
pero ¿qué más daba?
—Estás intentando acabar conmigo —la acusó él—. Voy a
hacerte pagar también.
— ¿Cómo? —preguntó ella con interés, inclinándose hacia él.
Lo mismo que les sucedía a sus brazos le sucedía también a su columna, que se
negaba a sostenerla derecha.
—En lugar de esa media hora de empujar que dices que
quieres, voy a detenerme a los veintinueve minutos.
Ella soltó una risita.
— ¿No habías dicho que durarías dos segundos?
—Eso es la primera vez. La segunda prenderemos fuego a las
sábanas.
Le correspondía a ella, pensó Lali, bajarse de las rodillas
de Peter. Su erección era como una barra de hierro que presionara contra su
cadera, y el hecho de hablar de sexo no ayudaba precisamente. Si de verdad, de
verdad no quería irse a la cama con él en aquel momento, debería levantarse.
Pero es que de verdad, de verdad quería irse a la cama con él, y tan sólo una
pequeña porción de su cerebro seguía siendo precavida.
Sin embargo, aquella pequeña porción era muy insistente.
Lali había aprendido por las malas a no dar por sentado que a ella iba a
sucederle lo de «fueron felices y comieron perdices», y el mero hecho de que se
desearan sexualmente el uno al otro no quería decir que hubiera entre ellos
otra cosa que no fuera sexo.
Se aclaró la garganta.
—Debería levantarme, ¿verdad?
—Si has de moverte, hazlo despacio.
—Tan cerca estás, ¿eh?
—Puedes llamarme monte Etna.
— ¿Quién es Edna?
Peter rió, justo lo que ella pretendía, pero el sonido que
emitió fue tenso. Lali se bajó de sus rodillas con cautela. Peter hizo una
mueca de dolor y se puso de pie con dificultad. La parte delantera de sus
pantalones aparecía deformada, como el palo de una tienda de campaña. Lali
procuró no mirar.
—Háblame de tu familia —le dijo impulsivamente.
— ¿Qué? —Por lo visto, a Peter le costaba seguir el cambio
de tema.
—Tu familia. Háblame de ella.
— ¿Por qué?
—Para que dejes de pensar en... ya sabes. —Señaló el «ya
sabes» en cuestión—. Has dicho que tienes dos hermanas.
—Y cuatro hermanos.
Lali parpadeó.
—Siete. Vaya.
—Sí. Por desgracia, mi hermana mayor, Dorothy, fue la
tercera. Mis padres continuaron intentando tener otra hija para que ella no
fuera la única chica. Mientras intentaban darle una hermana a Doro tuvieron
otros tres chicos.
— ¿Y qué lugar ocupas tú?
—El segundo.
— ¿Sois una familia unida?
—Bastante unida. Vivimos todos en este estado, excepto
Angie, la pequeña. Ella está estudiando en la universidad en Chicago.
La digresión había funcionado; Peter parecía un poco más
relajado que un momento antes, si bien su mirada seguía mostrando una tendencia
a fijarse en los pechos sin sujetador de Lali. Para darle algo que hacer, ella
sirvió otro vaso de té helado y se lo tendió.
— ¿Te has casado alguna vez?
—Una, hace unos diez años.
— ¿Qué ocurrió?
—Eres un poco entrometida, ¿no? —replicó él—. No le gustaba
ser la mujer de un policía, y a mí no me gustaba ser el marido de un mal bicho.
Fin de la historia. Ella se marchó a la costa oeste en cuanto estuvieron
firmados los papeles. ¿Y tú?
—Eres un poco entrometido, ¿no? —contraatacó Lali, pero
luego dudó—. ¿Tú me consideras un mal bicho? —Dios sabía que no siempre se
había portado bien con Peter. Puestos a pensarlo, nunca se había portado bien
con Peter.
—No. Das bastante miedo, pero no eres un mal bicho.
—Bueno, gracias —murmuró Lali. Después, como lo justo era lo
justo, dijo—: No, nunca me he casado, pero he estado comprometida tres veces.
Peter se detuvo con el vaso a medio camino de la boca y la
miró atónito.
— ¿Tres veces?
Lali afirmó con la cabeza.
—Supongo que no se me da muy bien lo de hombre y mujer.
La mirada de Peter volvió a clavarse en sus pechos.
—Oh, no sé. Se te está dando bastante bien mantenerme
interesado a mí.
—A lo mejor eres un mutante. —Lali se alzó de hombros en un
gesto de impotencia—. Mi segundo prometido decidió que estaba enamorado de una
antigua novia, que yo creo que no era tan antigua, pero no sé lo que ocurrió
con los otros dos.
Peter soltó un resoplido.
—Probablemente tuvieron miedo.
— ¡Miedo! —Por alguna razón aquello le dolió, sólo un poco.
Sintió que le temblaba el labio inferior—. ¿Tan mala soy?
—Peor —respondió él jocosamente—. Eres el demonio con
ruedas. Tienes suerte de que a mí me gusten los motores revolucionados. Bueno,
si te pones de una vez la ropa del derecho, te llevaré a cenar. ¿Qué te parece
una hamburguesa?
—Prefiero la comida china —dijo Lali al tiempo que cruzaba
el breve pasillo que conducía a su dormitorio.
—Me lo imaginaba.
Dijo esto último en voz baja, pero Lali lo oyó de todos
modos, y sonrió mientras cerraba la puerta del dormitorio y se quitaba el
jersey rojo. Ya que a Peter le gustaban los motores revolucionados, iba a
demostrarle lo rápido que podía ir ella. El problema estribaba en que él tenía
que seguirla.
que mierda hará ese enfermo con euge >:(
Corin no podía dormir. Se levantó de la cama y encendió la
luz del cuarto de baño para comprobar en el espejo que seguía estando allí. El
rostro que lo miró a su vez era el de un desconocido, pero los ojos le
resultaron familiares. Aquellos ojos llevaban casi toda su vida mirándolo, pero
en ocasiones él desaparecía y los ojos no lo veían.
Sobre el lavabo tenía alineados toda una serie de frascos
amarillos de medicinas, por tamaño, para poder verlos todos los días al
levantarse de la cama y acordarse de tomar la medicación. Ya habían
transcurrido varios días —no recordaba exactamente cuántos— desde que tomó las
pastillas. Ahora se veía, pero cuando se tomaba las pastillas se le embotaba la
mente y se difuminaba en la niebla.
Era mejor, le habían dicho, que permaneciese en medio de
aquella niebla, oculto. Las píldoras funcionaban tan bien que a veces incluso
se olvidaba de que estaba allí. Pero siempre existía la sensación de que algo
iba mal, como si el universo estuviera torcido, y ahora sabía lo que era. Tal
vez las pastillas lo ocultaran, pero no podían hacerlo desaparecer.
Desde que dejó de tomar las pastillas no había podido
dormir. Sí, de vez en cuando daba una cabezada, pero el verdadero sueño lo
eludía siempre. En ocasiones tenía la sensación de temblar violentamente por
dentro, aunque cuando extendía las manos las tenía quietas. ¿No contendrían las
pastillas alguna sustancia adictiva? ¿Le habrían mentido? No quería ser un
drogadicto; la adicción era una señal de debilidad, le había dicho siempre
Madre. Él no podía ser un adicto porque no podía ser débil. Tenía que ser
fuerte, tenía que ser perfecto.
Oyó el eco de la voz de ella en su cabeza.
—Mi hombrecito perfecto —lo había llamado, acariciándole la
mejilla.
Siempre que le fallaba, siempre que era menos que perfecto,
su cólera resultaba tan abrumadora que todo su mundo amenazaba con abrirse por
las costuras. Era capaz de hacer lo que fuera para no decepcionar a Madre, pero
le había ocultado un secreto terrible: a veces había desobedecido
deliberadamente, sólo un poco, para que ella lo castigara. Incluso ahora, el
hecho de recordar aquellos castigos le causaba un cierto placer. Ella se habría
sentido muy desilusionada si hubiera adivinado el placer secreto de su hijo,
por eso él siempre se esforzó por mantenerlo oculto.
A veces la echaba mucho de menos. Ella siempre sabía lo que
había que hacer.
Por ejemplo, Madre sabría qué hacer respecto de aquellas
cuatro zorras que se burlaban de él con su lista de condiciones del hombre
perfecto. ¡Como si ellas supieran lo que era la perfección! Él sí lo sabía.
Madre lo sabía. Siempre había procurado con todas sus fuerzas ser su hombrecito
perfecto, su hijo perfecto, pero siempre se había quedado corto, incluso en
aquellas ocasiones en las que se portaba mal sólo un poco, a propósito, para
que ella lo castigase. Siempre había sabido que había en su interior una
imperfección que jamás podría corregir, que siempre decepcionaba a Madre simplemente
por el hecho de existir.
Se creían muy listas aquellas cuatro zorras... Le gustó cómo
sonaba, las Cuatro Zorras, como si se tratara de alguna perversa deidad romana.
Las Furias, las Gracias, las Zorras. Intentaron hacerse las graciosas ocultando
sus identidades con las letras A, B, C y D en vez de usar sus nombres. Había
una en concreto que él odiaba, que había dicho: «Si un hombre no es perfecto,
debe esforzarse más por serlo». ¿Qué sabían ellas? ¿Alguna vez habían intentado
dar la talla para llegar a un nivel tan imposiblemente alto que sólo la
perfección podría alcanzarlo, y habían fracasado cada uno de los días de su
vida entera? ¿Habían hecho eso?
¿Sabían ellas lo que había supuesto para él intentarlo
una y otra vez, sabiendo en su interior que iba a fracasar, hasta que por fin
aprendió a disfrutar del castigo porque era la única manera de vivir con
aquello? ¿Lo sabían?
Las zorras como ellas no merecían vivir.
Sintió de nuevo aquel temblor interno y se rodeó a sí mismo
con los brazos para sostenerse. Era culpa de ellas que no pudiera dormir. No
podía dejar de pensar en ellas, en lo que habían dicho.
¿Cuál era de las cuatro? ¿Era aquella rubia teñida, Eugenia
Suarez, la que meneaba el trasero delante de todos los hombres como si fuera
una diosa y ellos no fueran más que perros que acudieran corriendo a su lado
cuando ella quisiera? Había oído decir que estaba dispuesta a acostarse con
todo el que se lo pidiera, pero que la mayoría de las veces se adelantaba a
ellos. Madre se habría horrorizado ante un comportamiento tan superficial.
«Algunas personas no merecen vivir.»
La oía susurrar aquella frase dentro de su cabeza, lo que le
decía siempre que no se tomaba las pastillas. Él no era el único que
desaparecía cuando tomaba la medicación tal como le habían dicho; también desaparecía
Madre. A lo mejor desaparecían los dos juntos. No lo sabía, pero esperaba que
así fuera. A lo mejor ella lo castigaba por tomarse las pastillas y hacerla
desaparecer. A lo mejor era ésa la razón por la que él se tomaba las pastillas,
para que Madre y él pudieran desaparecer y... No, aquello no era correcto.
Cuando tomaba las pastillas era como si él no existiera.
Sintió que aquel pensamiento lo abandonaba. Lo único que
sabía era que no quería tomar las pastillas.
Quería averiguar qué zorra era cada zorra. Eso le pareció
gracioso, de modo que lo repitió para sí y rió en silencio. Qué zorra era cada
zorra. Genial.
Sabía dónde vivían todas ellas. Había obtenido sus
direcciones de sus archivos en el trabajo. Era muy fácil para cualquiera que supiera
hacerlo, y por supuesto nadie le había hecho preguntas.
Iría a casa de ella y averiguaría si era la que había dicho
aquello tan estúpido y horroroso. Estaba bastante seguro de que había sido
Eugenia. Sentía deseos de darle una lección a aquella zorra viciosa y necia. A
Madre la complacería mucho.
-.-
Eugenia era nocturna, incluso durante la semana laboral. No
necesitaba dormir demasiado, de manera que aunque ya no salía con tanto fervor
como cuando era más joven —digamos, durante la treintena—, era rara la ocasión
en que se acostaba antes de la una de la madrugada. Veía películas antiguas en
la televisión; leía tres o cuatro libros por semana; hasta había desarrollado
un gusto por el punto de cruz. Tenía que reírse de sí misma cada vez que cogía su
labor de punto de cruz, porque aquello tenía que ser una prueba de que la chica
amiga de fiestas se estaba haciendo mayor. Pero es que cuando hacía punto de
cruz vaciaba la mente. ¿Quién necesitaba practicar la meditación para conseguir
la serenidad interior cuando podía lograr el mismo efecto reproduciendo con
hilo y aguja un pequeño dibujo en colores a base de crucecitas? Al menos,
cuando terminaba un dibujo tenía algo que enseñar a cambio.
A lo largo de su vida había probado muchas cosas que la gente
seguramente no esperaría de ella, se dijo. Meditación. Yoga. Autohipnosis. Por
fin decidió que una cerveza surtía el mismo efecto y que su interior estaba
todo lo sereno que podía estar. Era lo que era. Si a alguien no le gustaba, que
se jodiera.
Por regla general, un viernes por la noche Bruck y ella iban
a un par de bares, bailaban un poco y se tomaban unas cuantas cervezas. Bruck
era buen bailarín, lo cual resultaba sorprendente porque tenía más bien la
pinta de ser de ésos que preferían morirse antes que saltar a una pista de
baile, una especie de cruce entre un camionero y un ciclista. No era muy buen
conversador, pero desde luego se le daba bien moverse.
Había pensado en salir sin él, pero la idea no la entusiasmó
demasiado. Con todo el bullicio que se había armado aquella semana por culpa de
la maldita Lista, se sentía un poco cansada. Le apetecía ponerse cómoda con un
libro y descansar. Quizá saliera la noche siguiente.
Echaba de menos a Bruck. Echaba de menos su presencia, en
cualquier caso, si no a él en concreto. Cuando no estaba en la piltra o
bailando, resultaba bastante aburrido. Dormía; bebía cerveza; veía la
televisión. Eso era todo. Tampoco era tan buen amante, pero sí muy vehemente.
Nunca estaba demasiado cansado, y siempre se mostraba dispuesto a probar
cualquier cosa que ella quisiera.
Aun así, Bruck era una prueba más de que a ella no se le
daba bien ligar con hombres. Por lo menos ya no era tan tonta como para casarse
con ellos. Con tres veces ya era suficiente, gracias. Lali se preocupaba porque
se había comprometido en tres ocasiones, pero al menos no se había casado tres
veces. Además, lo que ocurría era que Lali no había conocido a nadie que
estuviera a su altura. Tal vez aquel policía...
Diablos, probablemente no. La vida le había enseñado a
Eugenia que las cosas rara vez salen como es debido. Siempre había un bache en
la carretera, un fallo técnico en el software.
Ya era pasada la medianoche cuando sonó el timbre de la
puerta. Colocó un papel entre las páginas del libro para no perder el punto de
lectura y se levantó del sofá en el que estaba repantigada. ¿Quién demonios
podía ser? No sería Bruck que regresaba, porque tenía una llave.
Eso le recordó que tenía que cambiar las cerraduras. Era
demasiado precavida para limitarse a recuperar su llave y suponer que él no
había hecho un duplicado. Hasta el momento no había demostrado tener costumbres
cleptómanas, pero nunca se sabía qué podría hacer un hombre enfurecido con una
mujer.
Como era precavida, observó por la mirilla. Frunció el ceño
y dio un paso atrás para abrir y retirar la cadena.
—Hola —dijo, abriendo la puerta—. ¿Sucede algo malo?
—No —dijo Corin, y a continuación la golpeó en la cabeza con
el martillo que escondía junto a la pierna.
que mierda hará ese enfermo con euge >:(
seguiiiiiiiii
ResponderEliminar