Consiguió reprimir el grito, de modo que lo que salió fue
poco más que un quejido, pero dio un salto hacia delante y a punto estuvo de
chocar contra una pila de latas de comida para gatos. Giró en redondo y
rápidamente situó el carrito entre ella y el intruso. Entonces lo miró con
expresión de alarma.
—Perdone —le dijo—, pero no lo conozco. Debe de haberme
confundido con otra persona.
Peter frunció el ceño. Algunos clientes los observaban con
agudo interés; por lo menos una señora parecía tener la intención de llamar a
la policía si él realizaba un movimiento equivocado.
—Muy graciosa —gruñó Peter, y a continuación se quitó
lentamente la chaqueta para dejar ver la funda que llevaba en el cinturón y la
enorme pistola negra que guardaba ésta. Como también llevaba la placa
identificativa sujeta al cinturón, la tensión de las miradas en el pasillo
siete fue reduciéndose conforme la gente murmuraba: «Es policía».
—Márchate —dijo Lali—. Estoy ocupada.
—Ya lo veo. ¿Qué es esto, las Quinientas Millas del
Supermercado? Llevo cinco minutos persiguiéndote por los pasillos.
—Nada de eso —replicó Lali consultando su reloj—. No llevo
aquí cinco minutos.
—Vale, pues tres. Vi esa flecha roja que pasaba volando por
Van Dyke y di la vuelta para seguirla, pues supuse que eras tú.
— ¿Llevas el coche equipado con radar?
—He venido con mi todoterreno, no con un coche municipal.
—Entonces no puedes demostrar a qué velocidad circulaba yo.
—Maldita sea, no iba a ponerte una multa —dijo él, molesto—.
Aunque si no disminuyes la velocidad, voy a llamar a un patrullero para que
haga los honores.
— ¿Así que has venido aquí para acosarme?
—No —contestó él con paciencia exagerada—. He venido porque
he estado fuera y quería saber cómo iban las cosas.
— ¿Fuera? —repitió Lali abriendo los ojos todo lo que daban
de sí—. No tenía idea.
Peter hizo rechinar los dientes. Lali lo sabía porque vio
cómo movía la mandíbula.
—Está bien, debería haber llamado. —Aquello sonó como si se
lo hubieran arrancado dolorosamente de las entrañas.
— ¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—Porque somos...
— ¿Vecinos? —propuso ella al ver que Peter no encontraba la
palabra que buscaba. Estaba empezando a divertirse, por lo menos tanto como era
posible teniendo en cuenta que tenía los ojos cansados por falta de sueño.
—Porque entre nosotros hay cierta cosa. —La miró con gesto
hosco. No parecía en absoluto contento con aquella «cosa».
— ¿Cosa? Yo no hago «cosas».
—Ésta la harás —dijo él para sí, pero Lali lo oyó de todos
modos y justo estaba abriendo la boca para contestarle cuando un niño, quizá de
unos ocho años, se le acercó y le metió entre las costillas una arma láser de
plástico haciendo unos ruiditos de descargas eléctricas cada vez que apretaba
el gatillo.
—Estás muerta —dijo el niño victorioso.
En eso llegó su madre a toda prisa con gesto de preocupación
e impotencia.
— ¡Damián, deja eso! —Sonrió al niño de forma que fue poco
más que una mueca—. No molestes a las personas amables.
—Cállate —respondió el pequeño maleducado—. ¿No ves que son
unos Terrón de Vaniot?
—Lo siento —dijo la madre intentando llevarse a su retoño—.
Damián, si no obedeces te castigaré cuando volvamos a casa.
Lali no pudo resistirse a poner los ojos en blanco. El niño
volvió a pincharla en las costillas.
— ¡Ay!
El niño hizo de nuevo aquellos ruiditos eléctricos, disfrutando
enormemente con la incomodidad de ella. Lali compuso una gran sonrisa y se
inclinó hacia el querido Damián, y entonces le dijo con voz de lo más
alienígena:
—Oh, mira, un pequeño terrícola. —Se irguió y ordenó a Peter
con una mirada de autoridad—: Mátalo.
Damián se quedó con la boca abierta. Abrió los ojos como si
fueran balones de fútbol al fijarse en la enorme pistola que lucía Peter en el
cinturón. De su boca abierta comenzaron a salir una serie de grititos que
recordaban a una alarma de incendios.
Peter juró para sus adentros, agarró a Lali del brazo y
empezó a tirar de ella medio corriendo hacia la entrada del supermercado. Ella
logró rescatar su bolso del carrito al pasar por delante de él.
— ¡Eh, mi compra! —protestó.
—Ya podrás pasarte aquí otros tres minutos mañana para
hacerla —replicó Peter con violencia contenida
—. En este momento estoy intentando evitar que te detengan.
— ¿Por qué razón? —preguntó ella indignada mientras Peter la
arrastraba al otro lado de las puertas automáticas. La gente volvía la cabeza
para mirarlos, pero la mayoría se sentía atraída por los chillidos de Damián en
el pasillo siete.
— ¿Qué te parece por amenazar con matar a un niño y provocar
un altercado?
— ¡Yo no he amenazado con matarlo! Simplemente te lo he
ordenado a ti. —Le costaba seguirle el ritmo; la falda larga que llevaba no
estaba hecha para correr. Él la obligó a darse la vuelta al doblar la esquina
del edificio, fuera de la vista, y la aplastó contra la pared.
—No puedo creer que me haya perdido esto —dijo en tono
provocativo.
Lali lo miró furiosa y no dijo nada.
—He estado en Lansing —rugió Peter, inclinándose de tal modo
que su nariz casi tocaba la de Lali—. En una entrevista para un empleo del
estado.
—No me debes ninguna explicación.
Él se irguió y volvió la vista hacia el cielo, como si
pidiera socorro al Todopoderoso. Lali decidió hacer una concesión.
—De acuerdo, una llamada telefónica no habría sido demasiado
pedir…
Peter dijo algo para sí. Lali se imaginó bastante bien de
qué se trataba, pero por desgracia él no pagaba dinero por cada taco que
pronunciaba. Si así fuera, a ella le habría tocado la lotería.
Lo agarró de las orejas, le bajó la cabeza y lo besó.
Así, sin más, Peter la tuvo aprisionada contra la pared,
abrazándola tan estrechamente que ella apenas podía respirar, pero la necesidad
de respirar no ocupaba el primer puesto de su lista de prioridades en aquel
momento. Sentirlo contra ella, saborearlo... Eso era lo importante. Llevaba la
pistola en el cinturón, de manera que comprendió que no era aquello lo que la
estaba presionando en el estómago. Se agitó un poco contra ello para
asegurarse. No, definitivamente no era una pistola.
Peter tenía la respiración acelerada cuando levantó la
cabeza.
—Siempre eliges los lugares más inoportunos —dijo mirando
alrededor.
— ¿Que los elijo yo? Yo estaba tan tranquila, ocupada en mis
asuntos, haciendo un poco de compra, cuando fui atacada no por uno, sino por dos
maníacos...
— ¿No te gustan los niños?
Lali parpadeó.
— ¿Qué?
— ¿No te gustan los niños? Querías que matase a ése.
—Me gustan casi todos los niños —replicó ella en tono
impaciente—, pero ése no. Me ha hecho daño en las costillas.
—Yo te estoy haciendo daño en el estómago.
Ella le dedicó una dulce sonrisa que lo hizo estremecerse.
—Sí, pero tú no estás usando una pistola láser de plástico.
—Vámonos de aquí —dijo Peter con aire desesperado, y tiró de
Lali en dirección a su coche.
— ¿Quieres café? —preguntó Lali mientras abría la puerta de
la cocina y lo dejaba pasar—. ¿O té helado? —añadió, pensando que un vaso de
cristal alto y frío sería lo más apropiado para el sofocante calor que hacía
fuera.
—Té —contestó Peter, echando a perder la imagen que tenían
los policías de subsistir a base de café y rosquillas. Estaba observando la
cocina—. ¿Cómo es que sólo llevas dos semanas viviendo aquí y esta casa ya
parece más habitada que la mía?
Lali fingió reflexionar sobre el asunto.
—Creo que lo llaman deshacer las maletas.
Él levantó la vista hacia el techo.
— ¿Me estaba perdiendo esto? —musitó al yeso, aún buscando
inspiración.
Lali le dirigió varias miradas al tiempo que sacaba dos
vasos del armario y los llenaba de hielo. La sangre le corría veloz por las
venas, igual que le ocurría siempre que se encontraba cerca de Peter, ya fuera
de rabia, emoción o deseo, o una combinación de las tres cosas. Dentro de la
acogedora cocina, Peter parecía todavía más grande, sus hombros llenaban el umbral
de la puerta y su tamaño empequeñecía la diminuta mesa para cuatro y su tablero
de azulejos de cerámica.
— ¿Qué empleo del estado es ése para el que te han
entrevistado?
—Policía estatal, división de detectives de campo.
Sacó la jarra de té del frigorífico y llenó los dos vasos.
— ¿Limón?
—No, lo tomo sin nada. —Cogió el vaso que Lali le ofrecía
rozándole los dedos con los suyos.
Aquello bastó para que sus pezones se irguieran y prestaran
atención. La mirada de Peter se clavó en su boca—. Enhorabuena—dijo.
Lali parpadeó.
— ¿Qué he hecho? —Esperaba que no se refiriera a toda la
publicidad acerca de la
Lista... Oh , Dios, la Lista. Se le había olvidado. ¿Habría leído Peter
el artículo entero? Claro que sí.
—No has dicho ni un solo taco, y ya llevamos media hora
juntos. Ni siquiera juraste cuando te arrastré fuera del supermercado.
— ¿En serio?
Lali sonrió, complacida consigo misma. A lo mejor el hecho
de tener que pagar todas aquellas multas estaba surtiendo efecto en su
subconsciente. Aún pensaba muchas palabrotas, pero las multas no contaban si no
las pronunciaba en voz alta. Estaba haciendo progresos.
Peter inclinó el vaso y bebió. Lali lo contempló
hipnotizada, viendo cómo se movía su fuerte garganta. Luchó contra un violento
impulso de arrancarle la ropa. ¿Qué le estaba pasando? Había visto beber a
otros hombres a lo largo de toda su vida, y jamás la había afectado de esta
manera, ni siquiera con ninguno de sus ex prometidos.
— ¿Más? —le preguntó cuando él apuró el té y depositó el
vaso.
—No, gracias. —Aquella mirada oscura y ardiente la recorrió
de arriba abajo antes de detenerse en sus pechos—. Hoy estás muy elegante.
¿Ocurre algo especial?
Lali no iba a esquivar el tema, por muy sensible que fuera.
—Esta mañana hemos tenido una entrevista para Buenos días,
América, a la cuatro de la madrugada, ¿te lo puedes creer? He tenido que
levantarme a las dos —se quejó— y llevo la mayor parte del día en estado
comatoso.
— ¿Tanta publicidad está recibiendo la Lista ? —preguntó él,
sorprendido.
—Me temo que sí —contestó Lali con parsimonia al tiempo que
se sentaba a la mesa.
Peter no se sentó enfrente de ella, sino que ocupó la silla
que estaba a su lado.
—La he visto en Internet. Es muy divertida... señorita C.
Lali lo miró boquiabierta
— ¿Cómo lo has sabido? —exigió.
Él soltó un resoplido.
—Como si no fuera capaz de reconocer esa boquita tuya de
sabihonda incluso por escrito. «Cualquier cosa que esté por encima de los
veinte centímetros es puramente de exhibición» —citó.
—Debería haber sabido que tú sólo ibas a acordarte de la
parte concerniente al sexo.
—Últimamente llevo el sexo en la cabeza constantemente. Y
para que conste, yo no tengo nada que sea de exhibición.
Si no lo tenía, le faltaba poco para tenerlo, pensó Lali,
recordando con gran fruición el aspecto que mostraba de perfil.
Peter continuó:
—Me alegro de no estar dentro de la categoría de los que va
señalando la gente.
Lali rompió a reír a carcajadas y se echó hacia atrás en la
silla, con tal fuerza que ésta se inclinó y su ocupante cayó al suelo. Se quedó
allí sentada, sosteniéndose las costillas, que ya casi habían dejado de dolerle
pero que decidieron protestar de nuevo ante aquel maltrato, pero no pudo dejar
de reír. Bubú se aproximó con cautela, pero decidió que no quería situarse
dentro de su radio de acción y buscó refugio bajo la silla de Peter.
Peter se inclinó y levantó al gato del suelo para acomodarlo
sobre sus rodillas y acariciarle el lomo alargado y estrecho. Bubú cerró los
ojos y comenzó a ronronear en un tono grave. El gato ronroneaba, y Peter
contempló a Lali, aguardando a que las carcajadas amainasen hasta convertirse
en risitas y suspiros.
Lali permaneció sentada en el suelo abrazándose las
costillas y con los ojos húmedos de lágrimas. Si le quedaba algo de rimel,
debía de tenerlo rodando por las mejillas, se dijo.
— ¿Necesitas ayuda para levantarte? —le preguntó Peter—.
Debería advertirte de que si te pongo las manos encima, quizá después tengas
problemas para separarlas de ahí.
—Puedo arreglármelas, gracias. —Con cuidado, y no sin alguna
dificultad a causa de la falda larga, se incorporó y se secó los ojos con una
servilleta.
—Muy bien. No quisiera tener que molestar a... ¿cómo se
llama? ¿Bubú? ¿Qué mierda de nombre de gato es Bubú?
—No me eches la culpa a mí, sino a mi madre.
—Un gato debería tener un nombre que le vaya. Llamarlo Bubú
es como llamar Alicia a un hijo tuyo. Debería llamarse Tigre, o Romeo...
Lali negó con la cabeza.
—Romeo está descartado.
— ¿Quieres decir que está...?
Ella asintió.
—En ese caso, supongo que le va bien el nombre de
Bubú, aunque yo creo que sería más apropiado llamarlo Bobo.
Lali tuvo que sujetarse las costillas con fuerza para no
estallar en nuevas risas.
—Eres todo un tipo.
— ¿Y qué diablos querías que fuera? ¿Una bailarina de
ballet?
No, no quería que fuera nada excepto lo que era. Ninguna
otra persona había conseguido nunca hacer correr por sus venas la emoción como
si fuera champán, y eso constituía todo un logro, teniendo en cuenta que una
semana antes ambos no habían intercambiado otra cosa que no fueran insultos.
Habían pasado sólo dos días desde que se besaron por primera vez, dos días que
parecieron una eternidad porque no había habido ningún beso más hasta que ella
lo agarró por las orejas en el supermercado y lo acercó hasta su altura.
— ¿Qué tal está tu óvulo? —preguntó Peter bajando los
párpados sobre sus ojos oscuros, y Lali supo que sus pensamientos no andaban
muy descaminados de los de ella.
—Ya es historia —respondió.
—Entonces, vamos a la cama.
— ¿Tú te crees que lo único que tienes que hacer es decir «vamos
a la cama» y yo voy a tenderme de espaldas sin más? —dijo Lali indignada.
—No, esperaba tener una oportunidad de hacer un poco más que
eso antes de que te tendieras de espaldas.
—No pienso tenderme en ninguna parte.
— ¿Por qué no?
—Porque estoy con la regla. —Curiosamente, no recordaba
haberle dicho tal cosa a ningún hombre en su vida, sobre todo sin la menor
pizca de timidez.
Él juntó las cejas.
— ¿Que estás con qué? —preguntó cada vez más furioso.
—Con la regla. La menstruación. A lo mejor has oído hablar
de ello. Es cuando...
—Tengo dos hermanas; me parece que sé un poco lo que son las
reglas. Y una de las cosas que sé es que el óvulo es fértil más o menos a mitad
del ciclo, ¡no cerca del final!
Pillada. Lali frunció los labios.
—De acuerdo, te mentí. Siempre existe una mínima posibilidad
de que se altere el ciclo, y no estaba dispuesta a asumir ese riesgo, ¿vale?
Evidentemente no valía.
—Me detuviste —gruñó Peter, cerrando los ojos como si algo
le doliera mucho—. Estaba a punto de morirme, y tú me detuviste.
—Lo dices como si fuera un acto de traición.
Él abrió los ojos y la miró con expresión torva.
— ¿Y ahora qué?
Era tan romántico como una piedra, pensó Lali; entonces, ¿por
qué estaba tan excitada?
—Tu idea del juego previo es probablemente algo así como: « ¿Estás
despierta?» —masculló.
Peter hizo un gesto de impaciencia.
— ¿Y ahora qué?
—No.
— ¡Dios! —Se recostó en la silla y volvió a cerrar los
ojos—. ¿Y ahora qué pasa?
—Ya te lo he dicho, estoy con la regla.
— ¿Y?
—Pues que... no.
— ¿Por qué no?
— ¡Porque yo no quiero! —chilló Lali—. ¡Dame un respiro!
Peter suspiró.
—Ya entiendo. Es el síndrome premenstrual.
—El síndrome premenstrual es antes, idiota.
—Eso lo dirás tú. Pregunta a cualquier hombre, y te contará
una historia distinta.
—Como si fueran expertos —se burló ella.
—Cariño, los únicos expertos en síndromes
pre-menstruales son los hombres. Por eso se les da tan bien luchar en las guerras; han aprendido Huida y Evasión en sus
casas.
Lali pensó en lanzarle una sartén, pero Bubú se encontraba
en la línea de tiro y, de todos modos, antes tendría que buscar la sartén.
Peter sonrió al ver la expresión de su cara.
— ¿Sabes por qué se llama síndrome pre-menstrual?
—No te atreverás —amenazó ella—. Sólo las mujeres pueden
hacer chistes de eso.
—Porque la expresión «enfermedad de las vacas locas»
ya estaba cogida.
Al diablo la sartén. Miró a su alrededor buscando un
cuchillo.
—Sal de esta casa.
Peter depositó a Bubú en el suelo y se levantó, obviamente
dispuesto a ejecutar la maniobra de Huida y Evasión.
—Cálmate —le dijo, poniendo la silla entre los dos.
— ¡Y una mierda que me calme! Maldita sea, ¿dónde está mi
cuchillo de cocina? —Miró alrededor invadida por la frustración. ¡Si llevara
más tiempo viviendo en aquella casa, sabría dónde había puesto cada cosa!
Peter salió de detrás de la silla, rodeó la mesa y sujetó a
Lali por las muñecas antes de que ella recordara en qué cajón guardaba los
cuchillos.
—Me debes cincuenta centavos —dijo sonriente al tiempo que
la atraía hacia él.
— ¡No aguantes la respiración! Ya te dije que no pensaba
pagarte cuando fuera culpa tuya. —Apartó de un soplido los mechones de pelo que
le caían sobre los ojos a fin de poder fulminarlo mejor con la mirada.
Peter inclinó la cabeza y la besó.
Alfiin ajjajjajja seguii
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