miércoles, 10 de junio de 2015

prologo-capitulo 1




— ¡Esto es ridículo! —Agarrando con fuerza el bolso hasta que los nudillos se le pusieron blancos, la mujer dirigió una mirada furiosa al director de la escuela
, situado al otro lado de la mesa—. Ha dicho que no tocó el hámster, y mi hijo no miente. ¡Faltaría más!

J. Clarence Cosgrove llevaba seis años de director de la Escuela Media Ellington, y antes de eso veinte años de profesor. Estaba acostumbrado a tratar con padres enfurecidos, pero aquella mujer alta y delgada que estaba sentada frente a él y el niño tan pacífico que ocupaba otro asiento junto a ella lo estaban poniendo nervioso. Odiaba emplear lenguaje vulgar, pero es que los dos eran raritos. Aunque sabía que era perder el tiempo, intentó razonar con ella.
—Había un testigo...
—La señora Whitcomb le obligó a decir eso. Corin nunca jamás habría hecho daño a ese hámster, ¿verdad que no, cariño?
—No, madre. —El pequeño lo dijo con una voz casi sobrenatural, de tan dulce que era, pero sus ojos mostraban una expresión fría cuando se posaron sin parpadear en el señor Cosgrove, como si estuvieran sopesando el efecto que causaba en él aquella negativa.
— ¿Lo ve? ¡Ya se lo había dicho! —exclamó la mujer en tono triunfante.
El señor Cosgrove lo intentó de nuevo.
—La señora Whitcomb...
—... no le ha gustado Corin desde el primer día de colegio. Es ella a quien debería usted interrogar, no a mi hijo. —La mujer tenía los labios apretados de rabia—. Hace dos semanas hablé con ella de la inmundicia que está metiendo en la cabeza a los niños, y le dije que mientras yo no pudiera controlar lo que decía a los demás niños, de ningún modo pienso permitir que hable de —lanzó una mirada fugaz a Corin— sexo a mi hijo. Ése es el motivo por el que ha hecho esto.
—La señora Whitcomb cuenta con un excelente historial como profesora. Ella jamás haría...
— ¡Pues lo ha hecho! ¡No me diga lo que no haría esa mujer cuando es evidente que lo ha hecho! Mire, ¡no me extrañaría lo más mínimo que ella misma hubiera matado al hámster!
—Ese hámster era su mascota personal, lo trajo a la escuela para enseñar a los niños lo de...
—Aun así pudo matarlo. Dios santo, si no era más que una rata grande —dijo la mujer en tono despectivo—. Aun en el caso de que lo hubiera matado Corin, lo cual no es cierto, no entiendo que se haya armado tanta bulla. Mi hijo está siendo perseguido —recalcó la palabra— y yo no pienso consentirlo. O se encarga de esa mujer, o lo haré yo por usted.
El señor Cosgrove se quitó las gafas y limpió las lentes despacio, sólo para tener algo que hacer mientras trataba de pensar en un modo de neutralizar el veneno de aquella mujer antes de que ella echase a perder la carrera de una buena profesora. Razonar con ella quedaba descartado; hasta aquel momento no le había permitido terminar ni una sola frase. Miró a Corin; el niño continuaba observándolo fijamente, con una expresión angelical que contradecía por completo aquella frialdad de sus ojos.
— ¿Puedo hablar con usted en privado? —preguntó a la mujer.
Ella pareció desconcertada.
— ¿Para qué? Si está pensando que va a convencerme de que mi querido Corin...
—Será sólo un momento —la interrumpió el director ocultando la leve sensación de alivio que experimentó al ser él quien interrumpiera esa vez. A juzgar por la expresión de la mujer, a ésta no le gustó en absoluto—. Por favor. —Añadió ese ruego, aunque casi le costaba ser educado.
—Está bien —repuso ella de mala gana—. Corin, cariño, ve afuera y quédate al lado de la puerta, donde pueda verte tu madre.
—Sí, madre.
El señor Cosgrove se levantó y cerró firmemente la puerta después de que el niño saliera. La mujer pareció alarmarse ante aquel giro de los acontecimientos, por no poder ver a su hijo, y se levantó a medias de la silla.  
—Por favor —repitió el director—. Siéntese.
—Pero Corin...
—No le pasará nada. —Otra interrupción que se marcaba por su parte, pensó. Volvió a su sillón, tomó un bolígrafo y dio con él unos golpecitos sobre la secante de su escritorio, mientras intentaba pensar en una forma diplomática de exponer el tema. Entonces comprendió que no existía ninguna forma que fuera lo bastante diplomática para aquella mujer, y decidió entrar a tumba abierta—. ¿Ha pensado alguna vez en llevar a Corin a que lo vea un profesional? Un buen psicólogo infantil...
— ¿Está loco? —dijo ella con el rostro convulso en un acceso instantáneo de rabia, al tiempo que se ponía en pie—. ¡Corin no necesita ningún psicólogo! No le pasa nada. El problema lo tiene esa zorra, no mi hijo. Debería haberme imaginado que esta entrevista iba a ser una pérdida de tiempo, que usted iba a ponerse de parte de ella.
—Yo deseo lo mejor para Corin —dijo él, consiguiendo mantener un tono de voz calmado—. El hámster es sólo el último incidente que ha tenido lugar, no el primero. Se han venido dando una serie de conductas perturbadoras que constituyen algo más que simple una travesura...
—Los demás niños están celosos de él —acusó la mujer—. Sé que esos pequeños sinvergüenzas se meten con él y que esa zorra no hace nada para evitarlo o protegerlo. El niño me lo cuenta todo. Si cree usted que voy a permitir que se quede en este colegio para que lo acosen...
—Tiene usted razón —replicó el director suavemente. En el tablero de puntuaciones las interrupciones de ella superaban en número a las suyas, pero ésta era la más importante—. Probablemente lo mejor sea cambiar de colegio, llegados a este punto. Corin no encaja aquí. Puedo recomendarle algunos buenos colegios privados...
—No se moleste —saltó ella al tiempo que se encaminaba rápidamente hacia la puerta—. No veo por qué piensa usted que yo voy a fiarme de una recomendación suya. —Y con aquella última andanada, abrió la puerta de un tirón y agarró a Corin por el brazo—. Vamos, cariño. Ya no vas a tener que regresar nunca más a este sitio.
—Sí, madre.
El señor Cosgrove se acercó a la ventana y observó cómo madre e hijo se introducían en un un viejo Pontiac de dos puertas, amarillo y con manchas marrones de óxido que picaban el lado izquierdo del parachoques delantero. Había resuelto su problema inmediato, el de proteger a la señora Whitcomb, pero era muy consciente de que el problema más importante acababa de salir andando de su despacho. Que Dios ayudara a los profesores del próximo colegio al que fuera a parar Corin. Quizá más adelante alguien tomara cartas en el asunto y enviara al niño a un profesional antes de que estuviera todo perdido... a no ser que ya fuera demasiado tarde.
Dentro del automóvil, la mujer condujo furiosa, en un tenso silencio, hasta que perdieron de vista el colegio. Entonces se detuvo junto a una señal de STOP y, sin previo aviso, propinó a Corin una bofetada con tal fuerza que la cabeza le golpeó contra la ventanilla.
—Maldito idiota —dijo apretando los dientes—. ¡Cómo te atreves a humillarme así! A que me llamen al despacho del director y me hablen como si fuera imbécil. Ya sabes lo que te espera cuando lleguemos a casa, ¿no? ¿No lo sabes? —Las últimas palabras las pronunció gritando.
—Sí, madre. —El niño mostraba un semblante inexpresivo, pero en sus ojos brillaba algo que casi podría ser un placer anticipado.
Su madre aferró el volante con ambas manos, como si intentara estrangularlo.
—Vas a ser perfecto, aunque tenga que enseñártelo a golpes. ¿Me oyes? Mi hijo será perfecto.

—Sí, madre —contestó Corin.





Lali Esposito se despertó de mal humor.


Su vecino, la plaga del barrio, había llegado a su casa a las tres de la madrugada haciendo un ruido insoportable. Si su automóvil tenía un silenciador, hacía mucho tiempo que había dejado de funcionar. Por desgracia, su dormitorio estaba situado en el mismo lado de la casa que el camino de entrada del vecino; ni siquiera tapándose la cabeza con la almohada pudo amortiguar el ruido de aquel Pontiac de ocho cilindro
s. El vecino cerró la portezuela de golpe, encendió la luz del porche de la cocina —la cual, por algún malvado designio, estaba colocada de forma que le daba a ella directamente en los ojos si se nimbaba de frente a la ventana, tal como era el caso—, dejó que la puerta de rejilla golpeara tres veces al entrar, salió de nuevo unos minutos más tarde, luego volvió a entrar en la casa, y evidentemente se olvidó de la luz del porche, porque momentos después se apagó la luz de la  cocina, pero aquella maldita bombilla del porche permaneció encendida.


Si antes de comprar aquella casa hubiera sabido que iba a tener aquel vecino, jamás de los jamases habría cerrado la operación. En las dos semanas que llevaba viviendo allí, aquel tipo había conseguido él sólito estropearle toda la alegría que le había causado el hecho de comprarse su primera casa. Era un borracho. ¿Pero por qué no podía ser un borracho feliz?, se preguntó con amargura. No, tenía que ser un borracho hosco y desagradable, de los que hacían que una tuviera miedo de dejar salir al gato cuando él estaba en casa. Bubú no era gran cosa como gato —ni siquiera era suyo—, pero su madre le tenía mucho cariño, de modo que Lali no quería que le sucediera nada mientras estuviera temporalmente bajo su custodia. Jamás podría volver a mirar a su madre a la cara si sus padres regresaran de las vacaciones de sus sueños, un viaje de seis semanas por Europa, y se encontraran con que Bubú había muerto o desaparecido.


De todos modos, el vecino ya se la tenía jurada al pobre gato, porque había encontrado huellas de sus pisadas en el parabrisas y el capó del coche. A juzgar por el modo en que reaccionó, uno pensaría que tenía un Rolls nuevo en vez de un Pontiac de diez años con el parachoques cubierto de manchas de suciedad que resbalaban por ambos lados.


Por suerte para ella, se marchaba a trabajar a la misma hora que él; por lo menos, en principio creyó que él se iba a trabajar. Ahora pensaba que probablemente iba a comprar más bebida. Si es que trabajaba, desde luego tenía un horario de lo más extraño, porque hasta el momento no había logrado discernir pauta alguna en sus entradas y salidas.


De todas formas, había intentado mostrarse simpática el día en que él descubrió las huellas del gato; incluso le sonrió, lo cual, teniendo en cuenta el modo en que él la increpó porque su fiesta de inauguración lo había despertado — ¡a las dos de la tarde!—, le supuso un gran esfuerzo. Pero el tipo no prestó la menor atención a aquel sonriente ofrecimiento de paz, sino que en cambio saltó furioso de su automóvil casi en el mismo momento de haber puesto las posaderas en el asiento.


— ¿Qué le parece si prohibiera a su gato que se suba a mi coche, señora?


A Lali se le congeló la sonrisa en la cara. Odiaba desperdiciar una sonrisa, sobre todo con un individuo sin afeitar, malhumorado y que tenía los ojos inyectados en sangre. Le vinieron a la mente varios comentarios feroces, pero los reprimió. Al fin y al cabo, ella era nueva en el barrio y con aquel tipo ya había empezado con mal pie. Lo último que deseaba era declararle la guerra. Así que decidió probar una vez más con la diplomacia, aunque era obvio que aquel método no había funcionado durante la fiesta de de inauguración.


—Lo siento —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. Procuraré vigilarlo. Estoy cuidándolo hasta que vuelvan mis padres, así que no va a estar aquí mucho tiempo. —Sólo otras cinco semanas.


El vecino contestó con un gruñido ininteligible, volvió a entrar en el coche cerrando de un portazo y se alejó haciendo rugir el potente motor con un ruido de mil demonios. Lali ladeó la cabeza, escuchando. La carrocería del Pontiac ofrecía un aspecto deplorable, pero el motor sonaba suave como la seda. Había muchos caballos debajo de aquel capó.


Era evidente que la diplomacia no funcionaba con aquel tipo.


Pero allí estaba ahora, despertando a todo el vecindario a las tres de la madrugada con aquel maldito automóvil. La injusticia de ese hecho, después de que él la había sermoneado por haberlo despertado en mitad de la tarde, hizo que le entraran ganas de ir hasta su casa y pulsar el botón del timbre hasta que él estuviera tan levantado y despierto como todos los demás.


Sólo que había un pequeño problema. Le tenía un poquitín de miedo.


Y eso no le gustaba. Lali no estaba acostumbrada a retroceder ante nadie, pero aquel individuo la ponía nerviosa. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, porque las dos veces que se habían visto no fueron encuentros de los de «Hola, me llamo fulano de tal». Lo único que sabía era que era un personaje de aspecto desaliñado y que por lo visto no tenía un empleo fijo. En el mejor de los casos, era un borracho, y  los borrachos pueden ser mezquinos y destructivos. En el caso peor, estaría metido en algo ilegal, lo cual agregaba a la lista el calificativo de peligroso.


Era un individuo grande y musculoso, con cabello oscuro y tan corto que casi parecía un skinhead. Cada vez que lo veía tenía el aspecto de no haberse afeitado en dos o tres días. Si a eso se le añadían los ojos inyectados en sangre y el mal genio, la palabra que le venía a la cabeza era «borracho». El hecho de que fuera grande y musculoso no hacía sino incrementar su nerviosismo. Aquel barrio le parecía muy seguro, pero ella no se sentía segura teniendo a semejante tipo por vecino.


Gruñendo para sus adentros, saltó de la cama y bajó la persiana de la ventana. Con los años se acostumbró a no cerrar las persianas, ya que era posible que no se despertase con el despertador, pero sí con la luz del sol. El amanecer era mejor que un molesto sonido metálico para levantarse de la cama. Como varias veces se había encontrado el despertador tirado por el suelo, supuso que la habría reanimado lo suficiente para atacarlo, pero no lo bastante para despertarla del todo.


Ahora su sistema consistía en usar visillos y una persiana; los visillos impedían que se viera el interior del dormitorio a no ser que estuviera la luz encendida, y levantaba la persiana sólo después de haber apagado la luz para dormir. Si hoy llegaba tarde a trabajar, sería por culpa del vecino, por obligarla a depender del despertador en vez del sol.


De vuelta a la cama tropezó con Bubú. El gato  dio un salto con un maullido de sorpresa, y Lali estuvo a punto de sufrir un infarto.


— ¡Dios santo! Bubú, me has dado un susto de muerte.


No estaba acostumbrada a tener un animal doméstico en casa, y siempre se le olvidaba mirar dónde pisaba. No comprendía por qué demonios habría querido su madre que ella le cuidara el gato, en vez de hacerlo Ana Laura o Patricio. Los dos tenían niños que podían jugar con Bubú y tenerlo entretenido. Como no había colegio por ser las vacaciones de verano, siempre había alguien en cualquiera de las dos casas, casi todo el día y todos los días.


Pero no; Bubú tenía que quedarse con Lali. Poco importaba que ella estuviera soltera, trabajase cinco días a la semana y no tuviera costumbre de tener animales domésticos. De todas maneras, si tuviera uno, no sería como Bubú. Éste había puesto mala cara desde que lo castraron, y desahogaba su frustración con los muebles. En una sola semana había destrozado el sofá hasta el punto de que Lali tendría que tapizarlo de nuevo.


Y ella tampoco le gustaba a Bubú. Le gustaba cuando él se encontraba en su auténtica casa y se acercaba para que ella lo acariciase, pero no le gustaba nada estar su casa. Ahora, cada vez que Lali intentaba acariciarlo, él arqueaba el lomo y le bufaba.


Además de todo eso, Ana Laura estaba furiosa con ella porque mamá la había elegido para cuidar de su querido Bubú. Después de todo, ana Laura era la mayor, y obviamente la más asentada. No tenía lógica que hubiera escogido a Lali en lugar de ella. Lali estaba de acuerdo en aquel punto, pero eso no aliviaba sus sentimientos heridos.


No, en realidad lo peor de todo era que Patricio, que era un año más joven que Ana Laura, también estaba enfadado con ella. No por causa de Bubú; Patricio era alérgico a los gatos. No, lo que lo ponía furioso era que papá hubiera guardado su preciado coche en el garaje de ella, lo cual significaba que ella no podía aparcar en su propio garaje, ya que era de una sola plaza, y eso resultaba de lo más incómodo. Ojalá se hubiera encargado Patricio del maldito coche. Ojalá hubiera dejado papá el coche en su propio garaje, pero es que le daba miedo dejarlo solo durante seis semanas. Lalo lo comprendía, pero lo que no comprendía era por qué la habían escogido a ella para cuidar del gato y del coche. Ana Laura no entendía lo del gato, Patricio no entendía lo del coche, y Lali no entendía ninguna de las dos cosas.


De modo que su hermano y su hermana estaban furiosos con ella, Bubú destrozaba sistemáticamente su sofá, a ella la aterrorizaba que le ocurriera algo al automóvil de su padre mientras lo tenía a su cuidado, y aquel borracho de vecino le estaba amargando la existencia. Dios, ¿por qué se habría comprado una casa? Si se hubiera quedado en su apartamento, no estaría sucediendo nada de aquello, porque no tenía garaje y no se permitía que hubiera animales domésticos.


Pero es que se había enamorado de aquel barrio, de sus casas antiguas, de los años cuarenta, y del bajo precio que tenían a consecuencia de ello. Había visto una mezcla de gente, desde familias jóvenes con niños hasta jubilados cuyos familiares iban a visitarlos todos los domingos. Algunas de las personas de más edad se sentaban en el porche a tomar el fresco por la noche, saludando a los que pasaban, y los niños jugaban en los patios sin preocuparse por un posible tiroteo desde un automóvil. Debería haber examinado a todos los vecinos, pero a primera vista le había parecido una zona agradable y segura para una mujer sola, y estaba encantada de haber encontrado una buena casa y sólida a un precio tan bajo.


Dado que pensar en su vecino estaba garantizado que le impediría volver a dormirse, Lali cruzó las manos por detrás de la cabeza y contempló el oscuro techo mientras pensaba en todas las cosas que quería hacer con la casa. La cocina y el baño necesitaban modernizarse un poco, lo cual constituía una reforma muy cara que económicamente no estaba preparada para afrontar. Pero pintar la casa y poner persianas nuevas haría mucho por mejorar el exterior, y además quería derribar la pared que separaba el salón y el comedor, y despejar aquel espacio para que el comedor fuera más una continuación que una habitación independiente, con un arco que podría pintar con una de esas pinturas de falsa piedra para que pareciera de roca...


Se despertó con el molesto pitido del despertador. Por lo menos aquel maldito trasto la había despertado esta vez, pensó mientras rodaba hacia un costado para silenciar la alarma. Los números rojos que brillaban ante sus ojos en la penumbra de la habitación la hicieron parpadear y mirar una vez más.


—Mierda —gimió disgustada al tiempo que saltaba de la cama. Las seis cincuenta y ocho; la alarma llevaba casi una hora sonando, lo cual quería decir que era tarde. Muy tarde.


lamento el retraso...dedicado a mel....las quiero y comenten 


3 comentarios:

  1. buenisimo el caaap , gracias por dedicarmelo te quiero mucho mucho...
    Att:Mel

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  2. Maaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas... =D

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  3. Buuuaaah ,también la reconozco .
    Solo k esta vez la leí hace mucho tiempo ,y no recuerdo mucho.

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