martes, 15 de septiembre de 2015

capitulo 7,8 y 9



Viaje en limusina 

 Desgraciadamente, de camino a casa, Peter vislumbró el enorme cartel de una pequeña tienda donde anunciaban la fabulosa oferta de cuarenta Tupperware por cien dólares.

   —Entremos —ordenó. 

  —¡Tú estás pirado! —se quejó Lali, cargada con gran cantidad de bolsas. Tenía los dedos entumecidos por el peso y le dolían las manos.  

 —Luego cogemos un taxi —objetó él, al tiempo que sus correspondientes bolsas en mitad de la calle—. Necesito esos envases para administrar mi comida.

   —¡No, no hagas eso Peter, por Dios! —gritó Lali, pero fue demasiado tarde. Él le había sacado varios metros de distancia y se dirigió a una velocidad descomunal hacia la tienda, como si fuese una droga para él. 

  Salió poco después, cargado con dos cajas de cartón y una estúpida sonrisilla surcando su rostro. Gracias a la compra de última hora, llegaron a la conclusión de que no podían continuar su camino con quince bolsas de comida y aquellas enormes cajas de cartón que parecían a punto de reventar.

   —Pero ¿qué has hecho, estúpido?   

Él la miró con una cara extraña: algo de pena mezclada con un deje de profunda satisfacción.  

 —He visto la oferta y no he podido resistirme —explicó él, orgulloso—, además, ¿dónde piensas que va a caber toda esta comida? Claro, ¡es verdad! Podríamos utilizar tu cuarto como despensa, yo creo que hasta parecería más ordenado; y como el suelo es tu ropero, el armario queda completamente libre para guardar alimentos —dijo, con gesto reflexivo imitando a uno de aquellos filósofos de la Ilustración.

   —¡No puedo creer que estés hablando en serio! —explotó ella—. Eres tú quien ha ocupado mi casa, un inquilino indeseable. Lo más normal sería que utilizases tu habitación, y vaciases tu ridículo armario lleno de cajas de bastoncillos para los oídos, cremitas para la cara y potingues y medicamentos varios —replicó Lali.   

Peter abrió la boca para protestar, pero ella le interrumpió dirigiéndole una mirada que cortaba la respiración.   

—Cogeremos el autobús —anunció Lali dirigiéndose hacia la parada que tenían a apenas tres metros de distancia.

   —¿El autobús? —preguntó Peter intrigado.

   —Sí, ese coche grande, con ruedas, que lo maneja un conductor… —explicó Lali.

   Peter sonrió orgulloso.

   —¡Ah! Yo tengo uno de esos, pero nosotros lo llamamos «limusina» —aclaró contento.

   Lali le miró consternada. ¿De verdad Peter hablaba en serio? ¿Era cierto que jamás había entrado en un supermercado y ni siquiera tenía claro lo que era un autobús? Lali preguntaba en qué mundo se habría criado aquel excéntrico muchacho; desde luego, en ninguno demasiado realista. Decidió aprovechar aquella oportunidad.

   —¡Oh, sí, sí! Es eso, una especie de limusina, pero más popular —le dijo, deseosa de ver su reacción cuando el autobús parase frente a ellos.

   —¿A qué te refieres con eso de «más popular»? —Peter frunció el entrecejo, inseguro. 

  —¡Ya lo verás! —Sonrió ella malévola—. ¡Mira, ahí llega! 

  Peter observó la enorme limusina que se acercaba hacia ellos, abrumado por la emoción. Aquella era más grande que la que él utilizaba para acudir cada día a sus clases en Londres. Soltó un silbido de asombro, sonriente. Entonces el majestuoso carruaje frenó secamente frente a ellos, y comenzó a distinguir algunas cabecillas curiosas que se asomaban por las ventanas. Gente desconocida.

   —Pero ¿qué coño…?   

—¡Vamos, sube! 

  Siguió a Lali, consternado.  

 —¡Dios mío, es el Apocalipsis! —gimió en cuanto puso un pie en el autobús. Agarró a Lali de la manga de la chaqueta y tiró de ella insistentemente. Después reaccionó y la soltó asqueado—. Yo prefiero ir andando.

   Ella sonrió ampliamente, tras dejar las bolsas de la compra en el suelo mientras comenzaba a abrir su colorido monedero de tela. Dejó caer tres dólares en la repisa del conductor.   

—De ningún modo —objetó—, la culpa es tuya por decidir comprar cien Tuperwares.

   —Siempre podría devolverlos…   

Lali se volvió, dándole la espalda al conductor. 

  —Mala suerte, ya he pagado los billetes.

   —¿Y a mí qué me importa? Eres tú quien ha perdido dinero estúpidamente.

   Las puertas del autobús se cerraron con un sonido chirriante y esponjoso. El conductor se puso en marcha dirigiéndole media sonrisa.

   —Lo siento muchacho —le dijo al tiempo que se encogía de hombros—, las mujeres mandan.  

 —Esto no es una mujer —le corrigió Peter, señalando a Lali.   

—Pero ¿cómo te atreves?

  Lali le habría abofeteado gustosamente de no ser porque sus manos estaban ocupadas sosteniendo las enormes bolsas de la compra.   

—Solo te mantengo en contacto con la realidad.

   —Te diré una cosa, Peter —puntualizó Lali, enfadada—. Puede que no sea la chica más guapa del mundo… 

  —No, no lo eres, desde luego.  

 —… pero comprendo el significado de la palabra «respeto», algo que tú desconoces. 

  Peter parpadeó con indiferencia. 

  —Bien, quédate con tu respeto —farfulló—. Yo prefiero quedarme con las mujeres guapas.  

 —Eres un ignorante sin remedio —concluyó ella—. Me das pena.  

 —¡Oh, no sé si podré soportarlo! —exclamó burlón, y se llevó una mano al pecho dramatizando exageradamente.   

—Que te den.

   Lali echó a andar hacia el interior del autobús, mientras oía al fondo las carcajadas del conductor. Estaba tremendamente cabreada. Y lo estuvo aún más cuando distinguió las coquetas miradas que le dirigían al idiota de Peter un grupo de chicas apoyadas en el cristal derecho del autobús.

   —Ciegas… —susurró ella por lo bajo. 

  Él buscó su mirada antes de contestar.

   —¿Ciegas? —Sonrió ampliamente—. Querrás decir afortunadas. Afortunadas por poder gozar de mi exquisito rostro. 

  Lali arrugó la nariz, molesta.

   —Tú jamás te has puesto delante de un espejo, ¿verdad?   Él sacudió las manos, despreocupado. 

  —¿Para qué iba a hacerlo? No lo necesito —aclaró—. Puedo ver mi reflejo en las reacciones satisfechas de todos los que me rodean.

   Ella pestañeó más de lo necesario, intentando asimilar sus palabras. Se preguntó si estaría bromeando, pero Peter tenía el rostro serio aunque levemente tenso mientras miraba a su alrededor.

   —Oye, aquí hay muchos gérmenes… —murmuró—. No me gusta esta limusina, la mía es mejor.  

 —Sujétate o te caerás cuando frene —le avisó ella, girándose hacia la ventanilla con la intención de ignorarlo.   

El inglés farfulló algo.

   —Pero ¿qué dices? Estas barras de metal han sido tocadas por muchas personas. No pienso posar mis delicadas manos sobre ellas —Alzó una mano frente al rostro de Lali—. ¿Ves? Mi madre siempre me ha dicho que tengo dedos de pianista. 

  —Tu madre miente.  

 —¿Por qué iba a hacer algo así?

   —Para que te callaras y la dejaras en paz, seguramente —le explicó, todavía enfurruñada—. La gente te cubre de halagos sin ton ni son con la intención de perderte de vista.

   —Eso no es cierto. —Sonrió tímidamente—. Yo nunca te he halagado, pero sí deseo que te pierdas de mi vista. Y de la vista del resto del mundo, a ser posible.

   Lali bufó de forma pesada, cansada de escuchar su voz de algodón, que lograba sacarla de quicio. Entonces el autobús frenó en seco cuando un semáforo se puso en rojo. Peter, que seguía de pie sin sujetarse a nada, se deslizó bruscamente hacia delante, precipitándose sin control sobre el cuerpo de ella, que gimió dolorida cuando se golpeó contra el suelo.

   —¡Levanta, imbécil! —ordenó, al tiempo que sacudía el cuerpo del muchacho—. ¿Quieres apartarte? 

  —¡Por todas las vírgenes, debo estar lleno de microbios! —se quejó él, haciéndose a un lado.  

 —Espero que te coman vivo.  

 Lali logró levantarse del suelo a duras penas y se frotó la espalda. 

  —La próxima vez intenta resistir la tentación de tirarte sobre mí. Gracias —aclaró la joven, dolorida.  

 Peter consiguió ponerse en pie y, tras sacarse un pañuelo blanco de tela del bolsillo, comenzó a sacudirse las ropas, como ejecutando una especie de ritual para invocar al demonio. Ella le observó aterrorizada.  

 —¿Quieres dejar de hacer eso? Todo el mundo nos está mirando.   

—Nunca me ha molestado que la gente me mire, al contrario —explicó él—, resulta satisfactorio ver sus brillantes ojitos de deseo.   
La chica tosió, y dio un paso atrás; intentaba fingir que el rubio del pañuelo no era su acompañante ni tenía ningún tipo de relación con ella. Desgraciadamente, le era del todo imposible e inhumano no advertirle.  

 —¡Quieres cogerte a la barra de una maldita vez!   

Él negó con la cabeza.

   —Lo que necesito es sentarme —objetó, cual consejero de la Corte. Entonces se giró hacia una anciana enclenque y le dirigió una mirada acusadora y penetrante, como queriéndole decir que aquel era su sitio. Reservado. Lali le dio un suave puntapié.

   —Deja de mirarla así, ¿es que no tienes vergüenza?   

Peter carraspeó y se acercó al oído de Lali, que percibió su aroma cítrico y mentolado.  

 —Es que no es justo. Yo tengo una vida por delante, y esa mujer es obvio que no. Dile que se levante.

   Lali se volvió de nuevo hacia la ventanilla, anhelando salir de allí y sintiendo cómo algunas lágrimas de pura crispación y rabia se agolpaban en sus ojos. Pestañeó inmediatamente, con lo que logró que ninguna de ellas se derramase.   

No podía ser real. Necesitaba cerciorarse de que no era cierto.  

 —Bueno, ¿piensas decírselo algún día? 

  —No, claro que no —contestó secamente—. ¿Por qué no te sientas en ese otro sitio? —le preguntó, señalando un asiento libre.   
Peter sonrió satisfecho y caminó a trompicones hacia el asiento libre. Lali le siguió: quería perderle de vista, pero temía dejarle solo y que montase algún espectáculo. El inglés extendió su pañuelo blanco sobre la silla antes de sentarse, ante la atónita mirada de todos los pasajeros. A su lado iba una mujer de mediana edad con un niño de apenas un año sentado sobre las rodillas. Peter le dirigió una mirada acusadora al chiquillo, como avisándole de que no quería problemas. 

  Apenas pasaron cinco minutos cuando una imprevisible ráfaga azotó su nariz. El olor era fuerte e insistente, como si se hubiese sentado al lado de un cesto lleno de huevos podridos. Lali no tuvo tiempo de detenerle cuando Peter giró lentamente la cabeza hacia la distraída mujer. 


  —Perdone… —le dijo—, pero su hijo huele a materia orgánica sucia. Muy sucia.  

 —¿Qué? —preguntó la mujer, confundida.

   —Excremento —aclaró, tapándose la nariz con los dedos—, desecho, caca, mierda. El niño huele a mierda, señora. 

  La mujer abrió los ojos, alarmada. Lali bajó la mirada y la clavó en el suelo, deseando que aquel autobús fuese como los coches de los Picapiedra, abiertos, para poder escapar de él. Sentía una vergüenza ajena tan profunda que no fue capaz de interrumpir la conversación de los otros dos. Sus mofletes se habían tornado de color ciruela.  

 —¡Es un niño, es normal que pasen esas cosas! —exclamó la madre, que abrazó con más fuerza a su hijo—. Tú también hiciste ese tipo de cosas cuando tenías un año.

   Peter sonrió orgulloso, sin dejar de taparse la nariz en ningún momento, de forma que su voz sonaba radiofónica.

   —Lo siento, pero eso jamás me ocurrió a mí. Mi asistenta tenía la orden de cambiarme cada media hora —le informó—. Es que, ¿sabe?, mi piel es increíblemente sensible.  

 —Este chico está pirado… —susurró la madre del niño. 

  —¡Y que lo diga! —la apoyó Lali que había encontrado el suficiente valor para hablar, abochornada.   

Afortunadamente bajaron en la siguiente parada. Peter se levantó al instante, satisfecho de salir del autobús. La mujer, con el niño todavía sobre las rodillas, le dirigió a Lali una mirada caritativa.   

—¡Qué Dios se apiade de ti! —le dijo, en referencia a la infinita paciencia de la chica, después de que esta le contase que Peter era su inquilino de intercambio.  

 —Eso espero —replicó ella, al tiempo que se santiguaba.   

Peter bufó exasperado, empujándola del autobús. Lali estuvo a punto de caer sobre un charco del arcén de la carretera, pero él la sujetó del codo.

   —Llevas mi comida en tus manos —le dijo—. Así que deja de lanzarte felizmente en busca de microbios.   

—¡Me he tropezado!

   —Eres pura imperfección. 

  Lali pataleó en el suelo, desesperada. Después le siguió calle abajo; deseando tumbarse en su sofá. Últimamente la idea de dormir se le antojaba el mejor de los planes: era el único momento de calma en su vida. Suspiró agotada, asiendo fuertemente las bolsas con las manos.   




Cómo comportarse con desconocidos 

 Abigail estrechó al joven en un fuerte abrazo que por poco le deja sin respiración. Se limpió una lagrimilla que le rodaba por la mejilla izquierda y volvió a abrazarle.  

 —¡Oh, Peter, eres un regalo caído del cielo! —gimoteó con afectación—. Pero ¿cómo se te ocurre pagar la compra? 

  Logró escapar de los brazos de la señora Esposito cuando esta se distrajo por el pitido del microondas. Se sacudió la ropa. Lali resopló a su espalda, consternada por el comportamiento nada apropiado de su madre. Se dijo que desde luego no tenía ni idea de con quién estaba hablando: con el demonio. Un demonio despiadado e insufrible.

   —He decidido encargarme de la compra durante el mes que pase aquí —informó Peter—. Creo que es lo menos que puedo hacer. Y, como usted sabe que mi alimentación es algo compleja, será mejor que me haga responsable de ella. El supermercado me ha fascinado.   
Aquello fue suficiente para Abigail, que parecía a punto de explotar de alegría. Ella prometió darle más presupuesto para la compra semanal y añadió que Lali le acompañaría cada vez que tuviese que salir, sin siquiera preguntar a la aludida.

   —¿Sabes? Serías el hombre perfecto para mi hija. —La señora Esposito señaló a la chica, apoyada en el dintel de la puerta de brazos cruzados—. Es tan desorganizada… tú equilibrarías su desorden.  

 Peter tosió. Lali también. Se dirigieron una mirada afilada que podría haberse traducido por «Ni en tus mejores sueños seríamos pareja». La madre no pareció reparar en la tensión en los hombros de ambos jóvenes. 

  —Yo guardaré todo esto —se apresuró a ofrecerse él—. He comprado cien Tuperwares para poder organizar adecuadamente la comida. 

  —Oh, increíble. Peter, eres increíble… 

  Lali cerró los ojos con fuerza y se largó de la cocina. Si su madre continuaba halagándole de aquel modo, solo conseguiría que su ego aumentase más y más —si es que aquello era humanamente posible—. Tenía que encontrar algún modo de fijar un límite, unas reglas de comportamiento que equilibrasen la situación. Aprovechó el resto de la tarde para darse un baño relajante, ya que supuso que Peter se encontraría ocupado con la distribución de los nutrientes por orden alfabético. 

  Sumergió la cabeza en el agua. Después, cuando salió a la superficie, respiró con fuerza. Tenía ganas de ver a sus amigos. Echaba de menos pasar las tardes sentada en un parque cualquiera charlando. Llevarse a Peter con ella y presentárselo a sus colegas no le hacía ninguna gracia. Temía que acabasen apedreándolo. Aunque Pablo, un chico que llevaba tras ella desde que tenían catorce años y que incluso había escrito un libro autobiográfico, se parecía a Peter en ciertos aspectos. Cabía la posibilidad de que se llevasen bien. Por otro lado, también era probable que, tras conocerse, surgiese entre ambos una especie de competitividad: la lucha por el poder de la estupidez.  

 Se vistió lentamente antes de dirigirse de nuevo hacia la cocina. La nevera estaba repleta de Tupperwares transparentes, amontonados unos sobre otros como si fuesen una exposición de arte moderno. En casi todos ellos estaba escrito el nombre de James seguido de una fecha. Lali supuso que había organizado qué comería cada día de la semana siguiente. Y se preguntó cómo alguien podía tener tanta paciencia para administrar al detalle todo aquello. Cerró la nevera bruscamente. 

  —¿Te gusta cómo ha quedado? —preguntó Peter, al tiempo que se sentaba en una de las sillas. 

  —Ha quedado ridículo —espetó Lali, sirviéndose un poco de café. 

  —Pero ¿qué dices? Tu madre me ha felicitado varias veces por ello. —Sonrió abiertamente, orgulloso de su hazaña—. Por cierto, me he tomado la molestia de organizar también tu comida. Esta noche te toca ensalada. Ya va siendo hora de que dejes de comer fritos a todas horas —agregó.   

Lali se atragantó con el café. 

  —Espero que no estés hablando en serio. No eres nadie para decidir cómo debo alimentarme.  

 —¡Encima de que me preocupo por ti! Deberías arrodillarte, besar mis pulcros zapatos y agradecérmelo.   

—Pero ¿tú quién te crees que eres? ¿El príncipe de Inglaterra? 

  —No, pero trátame como si lo fuese. Así marcamos nuestras diferencias sociales. 

  Lali arrugó la nariz, furiosa.

   —Esta tarde he quedado con mis amigos.  

 —¿Crees que me importa? Guárdate tus culebrones rosas. —Pestañeó con afectación.

   —Debería importarte, Peter, porque vendrás conmigo —le informó, entusiasmada al percibir el sufrimiento que ensombrecía su rostro. 

  —No se te da nada bien eso de contar chistes.

   —Tienes dos opciones —le explicó Lali—. Puedes venir conmigo o quedarte en casa con Nico. A solas. 

  Peter abrió desmesuradamente los ojos. 

  —Soy joven para morir —dijo—. Ni en broma me quedaría a solas con ese mendigo harapiento. Si llego a saber que conviviría con alguien como Nico habría pedido a mis guardaespaldas que me acompañasen.   

Lali le miró fijamente, asombrada. Negó con la cabeza, intentando convencerse de que todo aquello no era cierto.   

—¿Tenías guardaespaldas en Londres?  

 —Pues claro, ¿quién si no iba a protegerme? —Se limpió las uñas distraído, observando la perfección de estas bajo la luz que entraba por la ventana de la cocina—. Ellos siempre iban detrás de mí. Y, en casa, se quedaban quietos como estatuas a la espera de recibir mis órdenes.   

—Empiezo a comprender de dónde viene tu estupidez —objetó ella, consternada al escuchar todo aquello—. Creo que tus padres te han malcriado. 

  —¿Mis padres? —Peter la miró sin comprender—. Casi nunca están en casa; así que no han tenido la oportunidad de malcriarme. Pero no importa, tengo a todo un equipo profesional bajo mi supervisión. Son realmente eficientes, tendrías que verlos algún día.

   —No sabes la ilusión que me hace —terció ella irónica, poniendo los ojos en blanco. 

  —Tranquila, era un decir, por pura cortesía. —Sonrió—. Tú jamás pondrás un pie en mi mansión. Antes de que entrases, soltaría a los perros y terminarías corriendo calle abajo como una punki cualquiera.   

Lali resopló, se terminó el café y dejó la taza en la pila con un golpe seco. Peter la señaló. 

  —¿Es que no piensas fregarla? —preguntó consternado. 

  —No, lo haré más tarde —respondió ella mientras se abrochaba la chaqueta.  

 —Pero si la dejas ahí demasiado tiempo se llenará de moho —explicó Peter sin dar su brazo a torcer—. Y los bichos acudirán a ella.  

 —¡Límpiala tú si tanto te importa!  

 —Lo siento, yo jamás he hecho eso. —Sonrió y se levantó—. Mis manos no están preparadas para enfrentarse a cualquier jabón doméstico. Tengo la piel sensible. 

  Lali se llevó una mano a la frente. 



  —¡Ya me lo has dicho un millón de veces! —gritó cabreada—. Y no me importa en absoluto cuán sensible llegue a ser tu piel. —Negó con la cabeza en silencio—. ¡Dios mío! Seguro que incluso utilizas toallitas de bebé para limpiarte el culo. Si es que no se encarga de eso alguna de tus criadas.   

Él asintió lentamente.  

 —Sí, has acertado. Es curioso. Me lo limpio con toallitas de bebé con olor a lavanda —detalló—. Deberías probarlas. He traído unos veinte paquetes, seguro que me sobrará alguna. Ya verás qué bien huelen.  

 —Pero ¿tú de dónde has salido? ¿Me puedes decir quién es el malvado ser que te ha metido tantas tonterías en la cabeza? 

  —Nadie. Yo solito.

   —Imposible. Esas cosas no nacen de uno mismo —replicó ella, y casi sintió pena por Peter—. La gente no tiene esos instintos hipocondríacos.   

—¿Qué tiene de malo?  

 —¡Todo! No se puede vivir así; estás totalmente limitado.   

—Lali, a ti te limita tu cara frente a la sociedad y, ¿ves?, no es ningún problema. Incluso diría que pareces ligeramente feliz. Obviamente eres un ser demasiado conformista para mi gusto, pero… 

  —Basta. De verdad. No me interesa seguir escuchando tus tonterías. Es hora de irnos. 

  Peter la siguió hasta la calle. Se preguntaba si los amigos serían mucho peor que ella. No estaba seguro de cómo debía comportarse. Hasta el momento jamás había conocido a nadie fuera de su acomodado colegio, donde todos seguían su mismo estilo de vida. Temía encontrarse con varios clones de Nico, rodeándole sin piedad. Se frotó las manos, temeroso de tener que enfrentarse ante lo desconocido. No le gustaba aquello de no llevar las riendas de la situación. Mientras que en su casa había sido todo un rey, allí el nivel había bajado al de patético príncipe






Colegas 

 En cuanto los vio a lo lejos, Peter reprimió el vehemente impulso de huir. Quería, realmente deseaba desaparecer de allí. En un parque repleto de insectos, donde las abejas zumbaban a su antojo de un lado a otro y los caracoles babeaban la corteza de los árboles, se amontonaba un grupo de seres extraños. Le miraban de forma rara. Le miraban demasiado, a decir verdad; como si le estuviesen estudiando para describirlo después en un importante examen. Asió del codo a Lali y se inclinó para hablarle al oído.  

 —Dime que esos no son tus amigos —masculló—, dime que solo son un grupo circense que ha decidido descansar un rato antes de marcharse a otra ciudad.

   Lali sonrió con aire malicioso. Sí, claro que sí: aquellos eran sus amigos. Todavía no habían llegado todos, algunos siempre se retrasaban y no se dignaban aparecer hasta media tarde. Se giró hacia Peter, cuyo rostro estaba ahora pálido, tornándose de un blanco intenso como si estuviese cubierto de deliciosa nata montada. 

  —Son simpáticos, tranquilo.   

—Solo un ciego podría estar tranquilo en estos momentos —añadió él en voz baja. Y, por un instante, deseó ser ciego para no ver a esos elementos.  

 Llegaron hasta el banco de madera donde todos estaban sentados. A Peter se le ocurrió la estúpida idea de sonreír al máximo, mostrando tensión en la curvatura de los labios. Uno de los chicos, de aspecto macarra, se abrochó la chaqueta de cuero hasta el cuello mientras le echaba al castaño un vistazo rápido, como si estuviera decidiendo si lo mataba allí mismo o esperaba un poco antes del derramamiento de sangre.  

 —¿Tu amigo nos está enseñando su nuevo blanqueamiento dental o qué?   

—Gaston, él es Peter, el chico que va a pasar un mes en mi casa —los presentó Lali, ignorando el comentario del primero. 

  —Encantado de conoceros —dijo Peter.

   Todos rieron.

   —¡Qué chico tan formal! —explotó Maria, que le dedicó un seductor pestañeo antes de mirar a sus amigos—. No como estos, que solo saben comportarse como animales. Yo también estoy encantada de conocerte, guapo —dijo, y le dio un beso en la mejilla.

   Peter torció el rostro dibujando una mueca de asco. Lali se inclinó con disimulo hacia él.

   —Como te limpies las mejillas te mato —le advirtió. 

  Él la miró apenado. 

  —Por favor, estoy lleno de pintalabios. Haz algo o montaré un espectáculo. 

  Lali aprovechó el hecho de que casi todos sus amigos estaban entretenidos entre ellos para fingir que iba a quitarle una pestaña del ojo con un pañuelo. Hoscamente, le restregó las mejillas y le libró de la pesada carga de gérmenes que tanto le preocupaban. Él sonrió divertido.   

—Gracias, sirvienta. Ya puede retirarse —le susurró bromeando.   

Ella le fulminó con la mirada, advirtiéndole con antelación de que no estaba dispuesta a soportar sus juegos en ese momento. Peter suspiró y comenzó a aburrirse poco después. Los amigos de Lali eran incluso más raros que ella. El tal Gaton le miraba francamente mal, como si fuese un estorbo. Otros dos se dedicaban a ignorarlo, hablando entre ellos. El resto eran chicas. Todas ellas le observaban expectantes, haciéndole a Lali preguntas sin sentido sobre él, especialmente Maria. 

  —¿Y cómo se lleva con tu hermano? —preguntó una de ellas, Eugenia. 

  —Oh, pues… bien —balbució Lali, sin estar segura de qué decir al respecto. 

  —Hum… —Euge sonrió, mordiéndose el labio inferior—. ¡Nico es tan sexy!  

 Peter parpadeó confundido. ¿Aquello era sarcasmo? Estaba a punto de reír tontamente para quedar bien cuando advirtió que el comentario sobre la sensualidad del Mendigo iba en serio.

   —Espero que no decida nunca cortarse las rastas, perdería todo su atractivo salvaje —añadió la chica.

   —¡Tía, que es mi hermano, córtate! —se quejó Lali.  

 Peter iba a protestar a su vez, diciéndole «¡Tía, no estoy sordo! Y tus comentarios duelen», pero se contuvo. Quería estudiar a aquellos individuos. Eran realmente curiosos, algo estrambóticos también. Rápidamente dejó a un lado al grupo de chicos, que no le hacían ningún caso, y se acercó más a ellas, como un felino sigiloso que acaba de descubrir que la carne existe. 

  —¿Te está gustando América, Peter? —le preguntó Mery, mientras se retocaba el pintalabios, de un rojo ciruela. 

  —Sí, mucho. El supermercado es genial —contestó.  

 Mery lo miró extrañada. Después se sacudió la larga melena rubia hacia atrás con soltura. Peter dedujo que no le llegaba a él ni a la suela de los zapatos en cuanto a elegancia. 

  —¿Te gustaría venir esta noche a mi casa? —preguntó la chica, sin ningún tipo de vacilación en la voz. Peter tragó saliva despacio, sintiendo cómo el miedo le revolvía el estómago—. He pensado que podríamos reunirnos todos allí, para ver películas y… lo que surja.   

«Y… lo que surja.» Peter miró a Lali desesperado, deseoso de que ella le defendiese, ¡tenía que hacer algo! Era demasiado guapo como para pasar desapercibido, eso lo entendía sin problemas. Y lo aceptaba, vaya que sí. Pero, ciertamente, no estaba preparado para enfrentarse a aquella devoradora de hombres, que parecía realmente hambrienta. Tragó saliva despacio.

   —No creo. Me gusta acostarme pronto, siempre lo hago —se excusó. Y era cierto.  

 Mery sonrió con malicia, Peter lo notó en el brillo inhumano de sus ojos claros, que se encendieron como una linterna en medio de la oscuridad.

   —No importa —se acercó más a él—, puedes quedarte a dormir en mi casa si quieres. Mis padres no estarán… 

  Él palidecía por instantes. Lali le miró divertida, mientras Euge continuaba halagando al piojoso de Nico. Intentó pensar en algo que lograse fastidiar a las dos chicas: tanto a la insaciable de Mery como a la idiota de Lali, que no se dignaba sacarlo de aquel apuro. Sonrió con gesto malévolo cuando una idea cruzó su mente como una estrella fugaz.

   —Si me quedase a dormir en tu casa, Lali se pondría realmente celosa. Es bastante posesiva —explicó, señalando a la aludida, que le miraba con la boca abierta. 

  Lali apretó los puños con fuerza, furiosa. ¿Cómo podía mentir tan vilmente? ¡Ella hubiese estado encantada de que se quedase a dormir en casa de Mery! ¡Y no solo un día, sino hasta que tuviese que regresar a Londres, a ser posible! Perderle de vista sería un regalo divino.  

 —Mery, no te lo aconsejo —le dijo a su amiga—. Tiene ladillas —añadió.  

 Peter pensó que iba a desfallecer. ¿Ladillas? Sí, las conocía bien. Había estudiado todas las enfermedades existentes en el mundo por su cuenta con el objeto de evitarlas. Recordó que se trasmitían mediante las relaciones sexuales y le dirigió a Lali una mirada de ternura antes de hablar.  

 —Me las habrás pegado tú, cariño… —susurró delicadamente.  

 —¿Os habéis acostado? —preguntó Mery, visiblemente molesta y decepcionada.  

 —¡No, claro que no! —se defendió Lali, consternada. Aquello estaba yendo demasiado lejos. Los chicos habían dejado de hablar de sus cosas para mirarles, pendientes de la conversación.

   —Ahora dice eso —farfulló Peter, mientras negaba con la cabeza con dramatizada indiferencia—. Es curioso. Pero anoche solo decía «Sí, más, sí, sigue». 

  Los chicos, liderados por Gas, rieron al unísono. Mientras exclamaban «¡Este es de los nuestros!» y se tronchaban a carcajadas. Lali se cruzó de brazos, arrepintiéndose al instante de haber llevado a Peter consigo.

   —Solo hubiese dicho esas palabras en otro contexto, como «Sí, más, sí, sigue ahorcándote, imbécil» —aclaró furiosa. Sus ojos destellaban rabia. 

  Peter se molestó. Deseaba con todas sus fuerzas que Lali quedase mal delante de sus amigos. Se aburría. Y no soportaba que ella le tratase con esa superioridad desmesurada, sin acaeptar cuál era su lugar en aquel dúo. Su lugar era, desde luego, el de más abajo. 

  —¡Mujeres! ¿Quién las entiende? —añadió Peter, y no supo qué más decir para salir de aquel embrollo.   

Gas asintió pensativo, al compás de los otros dos, que parecían imitarle en todo momento.

   —Tienes razón, tío, son complicadas, ¿eh? —Le dio una palmada en la espalda.   

Peter se encogió de hombros. 

  Entonces oyó a lo lejos un silbido suave, empalagoso… que le molestó de inmediato. Se giró bruscamente cuando Euge dijo: «Ahí llega Peblo». El susodicho vestía bien. Bastante bien. Llevaba unos vaqueros pulcros, combinados con un suéter marrón, y aun a distancia Peter pudo apreciar la buena calidad del tejido. Frunció el ceño, conforme este se acercaba más, y advertía su cabello castaño, cuidado y repeinado. Se fijó en sus manos, en la perfecta curvatura del corte de sus uñas, en la suave piel de su rostro hidratado, la elegante forma de andar y los danzantes movimientos que le acompañaban descaradamente. Pablo no le gustó. Pablo era pura competencia. El príncipe falso, de plástico, que pretendía robarle el trono. No estaba dispuesto a permitir que aquello sucediese.  

 —¿Cómo va todo? —preguntó al llegar, dirigiéndole a Lali una mirada repleta de interés. Interés que Peter no entendió, pero que sí le molestó.

   —Bien, tío —dijo Gas—. Oye, mira, este de aquí es Peter, el chico de intercambio que está en casa de Lali. Es la monda.  

 Se dieron la mano. Sus miradas chocaron al instante emanando odio. Odio porque ambos pudieron distinguir la suavidad resbaladiza de las manos del contrario. Peter se cabreó aún más cuando descubrió que Pablo llevaba la misma colonia que él: una colonia casi exclusiva que debía pedir por encargo para que se la trajesen desde Francia. 

  —Me llamo Pablo Martinez —saludó el otro, frunciendo el entrecejo—. Quizá me conozcas por mi libro. 

  —¿Qué libro? —Peter soltó rápidamente su mano. Se limpió en una servilleta. 

  —¿No te lo ha contado Lali? —Se giró hacia ella, que escondió el rostro entre las manos—. He escrito un libro con solo dieciocho años. Tuve una vida difícil, una infancia terriblemente dolorosa —explicó, dramatizando en exceso para el gusto de Peter—. Así que terminé escribiendo mi biografía, que se ha vendido muchísimo y me ha hecho rico. 

  —Me alegra no ser entonces el único rico de aquí —siseó Peter.

   Lali resopló. El resto de sus amigos parecían divertidos. Ella había esperado aquello. La competencia por el poder de la estupidez había surgido, desatándose con una ferocidad abrumadora. Lali se pasó una mano por la frente, recordando que lo único por lo que no competirían sería por ella, afortunadamente. Pablo llevaba desde los catorce años persiguiéndola e intentando que saliesen juntos, algo a lo que ella se había negado constantemente. Aunque parecido a Peter, era más respetuoso que él. Igual de aristocrático, pero menos espabilado e irónico que el otro.  

 —No, no lo eres. —Pablo sonrió forzado—. Así compartiremos el puesto. Por cierto, ¿cuánto tiempo piensas quedarte en casa de Lali?   

—Un mes —contestó Peter, incómodo.

   —Oh, ¡qué barbaridad! —explotó—. Los intercambios de hoy en día duran demasiado. La educación está fatal. ¿No echarás de menos a tu familia?  

 —No —respondió el otro, contundente.

   —Qué poco sentimental. 

  —Pablo, déjale en paz —dijo Lali para apaciguar los ánimos.   

Mery parecía visiblemente cabreada por no poder seguir hablando con Peter sobre el asunto de dormir en su casa.  

 —Entonces, ¿vendrás esta noche? —insistió poniendo morritos.   

—¿Adónde tiene que ir? —preguntó el recién llegado con curiosidad. 

  —A mi casa, para ver unas películas —aclaró Mery, deseosa de que no volviesen a interrumpir su conversación.   

—Yo me apunto —contestó Pablo, sonriente.

   Peter se disponía a responder que no, pero la seguridad de su contrincane le hizo dudar. Miró a Lali, quien se encogió de hombros deseando huir de allí.  

 —Yo también iré —contestó entonces, alzando la cabeza con orgullo—. Con Lali —añadió. Y sonrió tímidamente al notar el malestar en el rostro de Pablo. 

  —Gracias por preguntarme si me apetece ir —se quejó ella.

   —Oh, vamos, lo pasaremos bien —intervino Gas—. Tiene razón tu amigo, las mujeres sois incomprensibles.   

Los otros dos asintieron mecánicamente. Mery se levantó irritada, sacudiendo su melena. Había pensado en una velada íntima con aquel apuesto castaño, no en una reunión de amigotes. Ya se las apañaría para lograr estar a solas con él. 

  —Podrías invitar a Nico —añadió Euge.  

 —Ni lo sueñes —atajó Lali molesta—. Seguro que habrá quedado con sus amigos. La semana que viene es su cumpleaños y lo celebraremos en casa; os invitaré a todos. No desesperes, Euge.

   Peter sonrió de nuevo y comenzó a trazar un plan mentalmente para vencer al enemigo. Había descubierto el punto débil de Pablo: la indeseable Lali.   



 lamento el retraso pero bueno aquí les traje 3 caps de recompensa , mañana subo 2 , la cosa se va a poner interesante en los siguientes caps 

Pd : las quiero y comenten

1 comentario:

  1. Nose cual de los dos es mas idiota si peter o pablo jajaa espero el siguiente capitulo! besos

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