El comienzo de un largo infierno
Peter se dejó caer
sobre la cama, exhalando un suspiro de desesperación que por poco le deja sin
aliento. Estaba muy enfadado con sus padres; jamás les perdonaría aquello,
desde luego. Pasar las Navidades en casa de unos desconocidos era el peor
castigo del mundo. No es que a Peter le importase la Navidad —más bien la
detestaba—, pero sí odiaba conocer gente nueva, especialmente si de buenas a
primeras ya se comportaban como marcianos. Supuso que serían las vacaciones más
aburridas de su vida y que, en caso remoto, la única diversión que encontraría
sería molestar a la chica alcornoque, Lali, que parecía recién salida de un
basurero con aquella ropa desarreglada.
Se incorporó de súbito cuando oyó unos pasos que se acercaban a su
habitación.
—¡Peter, cariño! ¿Cómo va
todo?
Era Abigail —señora de la casa y
mujer más pesada sobre la faz de la tierra—. El joven tosió para aclararse la
garganta.
—¡Bien! ¡Genial! —mintió
descaradamente—. ¡Gracias!
—¿Quieres
que te ayude a deshacer las maletas?
Peter pensó, en principio, que se trataba de una broma. Pero tras un
incómodo silencio que no fue acompañado por risitas de ningún tipo, comprendió
que estaba equivocado y con horror se precipitó hacia la puerta y se apoyó en
ella a modo de refuerzo.
—No hace
falta, señora Esposito, de verdad.
«Se lo
juro bajo pacto de sangre si es necesario», añadió mentalmente. Y se mordió el
labio inferior para no hablar de más.
—¡Vale, baja cuando termines, cielo! —se despidió Abigail excesivamente
alto.
Peter se pasó una mano por la
frente y se echó hacia atrás algunos mechones rubios sin demasiado interés.
Observó que había dejado la puerta del armario entreabierta y la cerró
cuidadosamente, estudiando con atención que la madera encajase sin desviarse ni
un centímetro. Era sumamente detallista. Y maniático. A lo largo de su vida
había ido acumulando manías que, con el paso del tiempo, se terminaron adueñando de su día a día sin que
apenas se diese cuenta. A Peter le gustaba ser así.
Odiaba los números impares, así que casi
siempre intentaba que todo fuera múltiplo de dos o de cuatro. Le repugnaba la
carne, era vegetariano. Peter detestaba los espejos que estaban totalmente
limpios, necesitaba encontrar restos de agua en ellos o alguna mancha
imperceptible para el resto de los humanos. Tampoco le gustaban los cuadros que
tenían el marco de color escarlata y jamás dejaba que su barba creciese durante
más de veinticuatro horas. Dormía con la ventana abierta y se tapaba con la
colcha hasta cubrirse las orejas. Además, se lavaba las manos constantemente y
cuidaba al detalle su higiene diaria, llegando a convertirse en alguien un
tanto hipocondríaco.
Tras veinte
minutos de paz, alguien llamó a su puerta.
—¿Idiota? —preguntó una voz suave que al parecer se dirigía a él—.
Espero que estés listo, es hora de comer.
Peter suspiró tras escuchar a Lali al otro lado de la puerta. No
contestó. Finalmente Lali abrió despacio la puerta, ligeramente asustada por
lo que pudiese encontrar en el interior.
—¿No me has oído? —dijo al verlo tumbado plácidamente.
—¿Oír qué?
—Te estaba llamando.
—Ah,
perdona. —Bostezó descaradamente y estiró los brazos—. Lo único que he oído es
que decías la palabra «idiota» y he supuesto que te estarías refiriendo a tu
padre.
Lali permaneció un instante
con la boca entreabierta, incapaz de aceptar lo que acaba de oír.
—Pero ¿tú de qué vas?
Peter se incorporó perezosamente en la cama
y movió el cuello de un lado al otro, intentando calmar el dolor de hombros
tras el incómodo viaje en avión.
—Entonces, ¿me espera una suculenta comida? —preguntó sonriente—. Por
cierto, se me ha olvidado mencionar que soy vegetariano.
Lali rió antes de salir a toda prisa de la
habitación y bajar corriendo las escaleras en dirección al salón principal. Peter bufó, preguntándose qué demonios le haría tanta gracia a aquella niña
malcriada. Finalmente, despidiéndose de la efímera calma, se dispuso a entrar
en el comedor, donde, por desgracia, le esperaba la familia Esposito al completo.
Estuvo a punto de gritar cuando tuvo ante sí la silueta del hermano, Nicolas. Si
ella parecía recién sacada de un basurero, este acababa de regresar de la
guerra. Tenía el pelo largo, con rastas pegadas entre sí que combinaban en estilo
con una gastada camiseta gris hecha trizas. Peter se acercó dando pasos cortos,
temiendo que aquel hippioso le contagiase piojos o algo parecido.
—¿Qué tal? —le dijo este.
Peter se limpió en los pantalones la mano
que Nico acababa de estrecharle y se sentó en la silla que quedaba
libre.
—Bi… bien —balbució, sin dejar
de mirarle. Sus sucias rastas eran extrañamente hipnotizadoras.
Aún estaba conmocionado, no lograba aceptar
la descabellada idea de tener que pasar un mes conviviendo con aquel
neandertal, cuando la voz de Abigail se alzó más de lo normal para dirigirse a
él.
—¿La parte de la pechuga o el
ala?
—¿Qué?
Arqueó una ceja, sin comprender. Entonces
bajó la mirada y descubrió el enorme pollo al horno que reposaba sobre una bandeja
en el centro de la mesa. Al lado, la señora Esposito le miraba fijamente a la
espera de una respuesta, con un enorme cuchillo en la mano, preparada para
cortarle el trozo correspondiente. Tuvo ganas de vomitar. Lali rió por lo
bajo y le miró al tiempo que mordía un enorme trozo de carne, cogiendo el
pringoso muslo con descaro.
—Nada, por
favor —respondió.
—¿Es que no te gusta
el pollo, cariño?
—Yo… no como carne
—logró decir.
Ambos hermanos rieron al
unísono, cosa que molestó al muchacho. Abigail les dirigió una mirada de
reproche ante la que ellos agacharon rápidamente la cabeza y metieron las
narices en sus respectivos platos aún con una leve sonrisa surcándoles los
labios.
—Tranquilo, no pasa nada —le dijo,
y le revolvió el pelo, haciendo gala de aquella confianza que él no le había
dado—. Ahora mismo te preparo otra cosa —añadió antes de dirigirse decidida
hacia la cocina.
Peter suspiró
aliviado.
—Así que ¿no comes carne,
chaval? —le preguntó el mendigo.
—Exacto.
—¿Ni salchichas? —instó
mientras se rascaba sospechosamente la cabeza.
Le miró alrededor de un minuto en silencio, sopesando si el último
comentario de Nico era una broma o no. Apostaba por la segunda opción.
—No, las salchichas
tampoco forman parte de mi dieta.
Nico asintió mientras le quitaba la piel a
su trozo de pollo sin compasión.
—¡Qué
interesante! Así, ¿tampoco puedes comer hamburguesas?
¿De verdad aquello era real? Dirigió su
mirada hacia Lali, casi en busca de ayuda. La muchacha reía por lo bajo,
mientras el señor Esposito permanecía pendiente de las noticias con las pupilas
dilatadas fijas en el televisor. Peter se armó de paciencia.
—No, las hamburguesas también son carne
—aclaró, pronunciando despacio cada una de las palabras, como si estuviese
dirigiéndose a un niño de cinco años cuando, en realidad, aquel individuo debía
rondar los veintitantos.
—¡Pues qué
putada, tío! —concluyó Nico al tiempo que se encogía de hombros.
—Es que es un tanto rarito el inglés,
¿sabes? —comentó Lali.
Su hermano
asintió sin ningún tipo de interés al respecto, algo que Peter agradeció.
Afortunadamente, Abigail regresó diez minutos más tarede con un enorme plato
repleto de verduras a la plancha.
—He
pensado que esta tarde podrías presentarle a tus amigos —le dijo a su hija,
sonriente como siempre.
Lali tosió
tras atragantarse con un trozo de pollo. El joven sonrió disimuladamente.
—¿Es que quieres acabar con mi vida social?
—dijo ofendida—. No pienso llevar al Señor del Té conmigo. Sería un suicidio
público.
La señora Esposito abrió la boca
exageradamente tras arrugar la nariz en señal de disgusto. Se cruzó de brazos
sobre la mesa; después le dio un codazo a su marido.
—¿Has oído lo que ha dicho tu hija,
Tom?
—Haz caso a tu madre, Lali —se
limitó a murmurar el marido sin dejar de mirar la televisión.
Peter carraspeó intentando llamar la
atención.
—No importa, de verdad —dijo
con un tono dulce que a Lali se le antojó ligeramente forzado—. Daré una
vuelta solo para conocer el lugar.
—¡De
eso nada! —exclamó Abigail señalando a su hija con el dedo índice—. Tú le
acompañarás, te guste o no.
—Oye, ¿por
qué Nico no puede hacer de canguro? —se quejó Lali, dejando el tenedor con
brusquedad sobre la mesa.
—¡Él tiene
que estudiar!
Lali abrió la boca
para rechistar, pero al recordar el pacto que meses atrás había hecho con su
hermano, la cerró. Observó el rostro sonriente de Peter, que parecía disfrutar
siendo el protagonista de aquella disputa familiar.
—Será genial que paseéis juntos —opinó la
señora Esposito—. Seguro que en cuanto os conozcáis terminaréis volviéndoos
inseparables —añadió, risueña—, como uña y carne.
jjajajjajajaja lo mas...seguiii
ResponderEliminarJjaaajaja,me encanta como intentan evitarse a toda costa.
ResponderEliminar